domingo, 12 de octubre de 2014

Faz y Dral (Capítulo 2)

Faz y Dral caminaban juntos por las sombrías calles de Shaderburg. A pesar de que era verano y los días eran cada vez más calurosos, las sombras que pasaban continuamente por allí, y oscurecían el ambiente. Caminaban por una calle que parecía ser de mercado, pero no se podía saber a ciencia cierta, puesto que la gran cantidad de sombras que pasaban por allí oscurecía el suelo de tal manera que no se distinguía si había tiendas o no.

Al rato, llegaron a un antiguo edificio, que parecía abandonado, y entraron. Después de ascender varios pisos, y sin encontrar a nadie, Dral pudo notar cómo su compañera se ponía en tensión. El frío aumentaba, a pesar de que o parecía haber sombras por allí.

Al llegar al séptimo, se detuvieron. Notaron el olor dulzón de la carne podrida. Y unos ojos se iluminaron con una luz negra, desde el otro extremo de la habitación.

La habitación estaba en peor estado que el resto de la casa, lo que ya era un decir. Hilillos de escarcha recorrían las paredes. Los muebles estaban rotos, y las paredes, resquebrajadas. Parecía que hubiera habido un terremoto. Pero lo peor era la figura negra que se erguía al centro de la habitación.

Parecía evidente que no era una sombra, ya que se distinguía que, a diferencia de las sombras, tenía profundidad. Sus ojos eran negros pero, extrañamente, brillaban.

Llevaba un arco largo de cuerno, y unas flechas de un metal negro e inquietante, y una espada igual. Iba envuelto en telas, de manera que no se veía la cara. A sus pies había una extraña forma negra.

Dral estaba pálido y, cuando Faz quiso dar un paso adelante, alargó una mano para detenerla. Poco a poco, el rostro de Dral adquirió una determinación férrea. Y entonces ocurrió lo impensable.

Dral sostuvo en alto su largo bastón, y lo rompió a la mitad, con las manos. Y uno de los trozos del bastón se endureció, hasta convertirse en metal, un metal duro y resistente. Una espada.

Dral atacó, a la velocidad del rayo, pero la sombra lo esquivó. Se apoyó en la pared con un pie, y saltó hacia delante, dejando una marca en el suelo da piedra al rozarlo con la punta de la espada.

La sombra levanto una mano, envuelta en telas, en un gesto elegante, casi perezoso. Y detuvo la espada. Pero nada mas hacerlo, sonó un siseo, y un resonar, como el de una campana. Y la sombre se retorció de dolor. Parte de su cuerpo estaba en llamas. Y entonces, desapareció.

Dral se sentó, y se apoyó en la pared. Parecía viejo y cansado.

Viajando hacia el norte

En el piso bajo de un bus, viajando hacia el norte, un chico escuchaba música mientras escribía en un pequeño ordenador portátil. Sus dedos apretaban con fuerza las teclas; parecía enfadado por algo. Llevaba unas gafas negras, gafas de ver, no gafas de sol. Tenía los ojos marrones y verde oscuro. Y estaría por el metro sesenta. Tenía el pelo castaño claro largo hasta los ojos. Llevaba puestos unos vaqueros azules, y una camiseta blanca del Jardín Botánico de Rio. Encima llevaba una chaqueta gris oscuro, y llevaba también unas zapatillas negras, con cordones blancos. Escribía, concentrado en lo que tenía delante. Dejó de escribir y miró por la ventana. Reclinó el asiento y se puso a pensar. Al cabo de un rato se enderezó, y siguió escribiendo.

Flores de invierno al anochecer,
sangre plateada a la luz de la luna.
Piedra y arroyo,
hueso tieso.

Siguió escribiendo, concentrado en la pantalla y no en el frío que le trepaba por los pies. Escribía canciones de luna. Historias de verano. Escribía sobre Krish, y sobre Faz, y sobre Dral. Y se preocupaba por la falte de ideas que tenía en la cabeza. No podía entender si realmente estaba escribiendo, o si solo era un sueño, una quimera. Entendía historias en su cabeza, pero no era capaz de sacarlas de allí. Pero lo intentaba. Y a veces lograba algo. No siempre. Y se preocupaba.

Trueno blenco,
piedra negra,
luna nueva en la ribera.
Arce. Mayo.

Podía entender casi todo, pero no lo suficiente. Y aun así, se preocupaba. Aún estado sentado, se cansaba. Aún estando vivo, no se sentía vivo. Necesitaba... algo. Cualquier cosa. Aunque fuera malo. Necesitaba algo que lo hiciera empezar a vivir. Necesitaba un empujón. Necesitaba muchas cosas. Tal vez, simplemente tuviera mala estrella. Así que escribía, tratando de encontrar y, a veces, de buscar.

Perlas en el cielo nocturno.
Voces de grillos bajo los largos brazos de los árboles.
Adormilados suspiros bajo las estrellas.
Crujido de botas en la maleza.

lunes, 6 de octubre de 2014

En los riscos

Era media tarde. La luz rojiza del sol se escapaba por detrás del horizonte, y teñía las nubes de rosa. Una tenue brisa soplaba, tenue como un susurro, entre los árboles cargados de verdes y bonitas hojas. Allí, cerca de un pequeño lago, reposaba una casa hecha con maderas recogidas y almacenadas durante años. Una hachuela reposaba encima de un tronco, y delante de la casa, una pequeña tienda de campaña hacía las veces de despensa. Allí, delante de la casa, un agujero para el fuego y las piedras colocadas alrededor de él parecían esperar el calor de un fuego que se encendería pronto. Hacía un día precioso.

En unos riscos cercanos, un muchacho se sentaba de cara al gigantesco bosque que se encontraba unos cientos de metros más abajo. Se llamaba Jun. Había escogido cuidadosamente ese nombre, cuando se lo cambió, tiempo, y lugares atrás.

Jun era un poco extraño. Tenía un pelo negro, podías ver desde lejos. Pero cuando te acercabas y veías el sol iluminándole la cabeza, veías que era de color castaño claro. Sus ojos eran parecidos. Mucho tiempo atrás, un inteligente maestro que tuvo los llamaba "ojos grises". En aquel tiempo, vivía muy lejos, en un lejano lugar donde el viento nunca se detenía, y estaba casi siempre nublado. Años más tarde, había vivido en un pequeño pueblo cerca de la selva, en la playa, y los lugareños lo llamaban "ojos de oro", por el tono verde de sus ojos, con un circulo amarillo alrededor de la pupila. Y ahora, en aquel entorno mayormente verde y rojo, color de las rocas de por allí, sus ojos eran una especie de combinación entre color cobre y verde intenso.

Jun estaba sentado, con las rodillas debajo de los brazos, mirando el bosque. Al lado de sus pies había una caja de lápices, de distintos colores, y un cuaderno grande y voluminoso, repleto de dibujos. Un atardecer. Un lobo corriendo bajo la luz de la luna. Un árbol. Una chica, se podría decir de su edad, con el pelo largo y liso, de color negro, y unos ojos oscuros y profundos, como un pozo a la luz de un pálido amanecer.

Unos metros más allá, una muchacha, claramente la retratada en los dibujos, estaba de pie, mirando a Jun. Parecía pensar en algo muy lejano, aunque se notaba que prestaba atención a lo que veía. La curva del cuello de él. Como su pelo se balanceaba suavemente con la brisa. El tenue roce de tela contra tela cuando Jun movía suavemente las piernas. Al menos, eso era lo que parecía. Pero en sus ojos había algo más. Una intensidad extraña. Un contrapunto en su rostro tranquilo. Como una mácula en un trozo de hielo limpio. Y un pequeña luz, tal vez de esperanza, encendida en su mente.

Ya casi había anochecido cuando un pájaro, tal vez un estornino, silbó y los sacó a ambos de su ensimismamiento. Se tomaron de la mano, y , juntos, caminaron hacia la cabaña. 

martes, 30 de septiembre de 2014

Pesadilla

No soy capaz de decir si estoy despierto o dormido, si vivo o muerto. Floto en un aura de paz y tranquilidad recubierta de angustia y desesperación. Soy incapaz de notar si estoy apoyado en algo o si, en cambio, estoy flotando sin tocar el suelo. Soy incapaz de notar si tengo los ojos abiertos o cerrados, de hecho, no puedo mover ni un solo músculo. Floto en un pequeño vacío pesado como el brusco silencio de un conversación interrumpida. Mis músculos, tensos y relajados a la vez, están paralizados. Noto mi pelo rozándome la cara, ligero como el aliento. ¿Es esto la muerte? Porque no es tan desagradable como había pensado.

Entonces vienen los sonidos. Susurros en la oscuridad. Golpes. Interminables gritos y gemidos que me dañan los oídos, pero no puedo mover las manos para tapármelos. Solo puedo quedarme allí, escuchando. Escucho voces, las de mis compañeros. El sonido de tormentas y rayos. El interminable sonido de golpes de carne contra carne. Pero ninguno de esos sonidos me perturba tanto como la risa que resuena en mis oídos. Y luego, nada.

Entonces es cuando empiezo a vislumbrar algo. Una luz. Pienso que se ha encendido, pero son mis ojos los que la despiden. Lo puedo ver todo con claridad, como si fuera de día. Estoy...¿Tirado en el suelo? Puedo ver una de mis manos, extendida en un angulo extraño frente a mí. Puedo notar la áspera tierra bajo mi mejilla. Escucho el ruido de un trueno lejano. Y empiezan las pisadas. Bum-bum. Bum-bum. Pienso que es el latido de mi corazón hasta que, contra el antebrazo que tengo doblado debajo del pecho, puedo notar que no late. Bum-bum. Bum-bum. Empiezo a notar que el sonido viene de fuera. Golpes. Fuertes golpes de zapatos de montaña contra un suelo de tierra. Y empiezan los cánticos. Cánticos que he escuchado en alguna parte antes, pero que no puedo recordar dónde, Sea como sea, los cánticos me producen un terror oscuro e irracional.  Veo como una cara de pelo negro y ojos negros se cierne sobre mi, llenando mi campo de visión e impidiéndome ver nada más.

Lo siguiente que noto es que me han dado la vuelta, y puedo ver el cielo. El terror sigue aturdiéndome, y tardo unos segundos en darme cuenta de que estoy gritando, y unos segundos más en parar. Ahora que mi grito, largo y antinatural se detiene, puedo notar un sonido extraño, el sonido de un trueno silencioso. Entonces veo que ya no estoy mirando hacia arriba. Estoy mirando hacia abajo, desde una altura de unos dos metros.  Puedo ver hacia todas direcciones a la vez. Y puedo ver muchas cosas.

Veo a mis compañeros, tirados en el suelo. Veo brillantes figuras, que corren de un lado para otro. Veo pájaros gigantes que emiten horribles chillidos. Veo brillantes animales envueltos en harapos, cantando antiguas canciones. Veo antiguos espíritus, observando desde los árboles. Veo un cielo blanco como el papel, con una brillante luna negra en medio. Y veo brillantes espejos de sangre, que muestran horribles imágenes. Vuelvo a gritar, agarrándome la cabeza con las manos. Voy a enloquecer, o a morir...

Entonces abro los ojos y veo la esquina de la tienda de campaña en la que estoy acampando. Respiro lentamente, hasta que me sereno. Entonces me doy la vuelta, y sigo durmiendo.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Una tensión era respirable en el ambiente. La lluvia, fuera resonaba como el martilleo continuo de un herrero golpeando el hierro. Adentro, el fuego chispeaba y crepitaba con un sonido como el de la grava bajo los zapatos. Unas hojas de papel reposaban en una mesa, con diversos dibujos: un árbol bajo la luz de la luna, y el increíble color del pelaje blanco de un lobo bajo una cálida luz otoñal. En una repisa reposaba un viejo bastón de enebro, y en las sombras de detrás de la chimenea, se podía escuchar el silenciosos grito de un espada que estaba allí apoyada. En las estanterías, decenas, cientos, miles de libros se cuchicheaban historias al oído. Y, en un rincón de la habitación, un hombre se miraba las manos con aire cansado.

El hombre tenía el pelo amarillo como el sol, casi blanco. Sus ojos eran de un color azul profundo, como el de las aguas de un profundo lago en calma. Sus manos eran manos de inventor: manos fuertes, y firmes, de buen pulso, pero suaves, con unos gruesos callos en la yema de los dedos. Su ropa tenía un ligero tono grisáceo, como el de la nieve sucia. Su piel, del color de una grieta en el hielo, estaba cubierta de delgadas y pálidas cicatrices, que eran casi plateadas. Todas menos una. Podía pasar por sedentario, pero cuando tensaba los tendones de las manos, los músculos de los brazos se le marcaban como cuerdas retorcidas.

Al menos esto era lo que se podía ver a simple vista pero, si lo mirabas bien, notabas algo especial. Llevaba unas botas altas de piel blanda, por ejemplo. Pero si lo mirabas de reojo, y estaba bajo la luz adecuada, veías algo totalmente diferente.

Veías un pelo no amarillo como el sol, sino un pelo que brillaba, casi como el mismo sol. Veías unos ojos azul marino, cuyo iris se movía con un movimiento hipnótico como el de las aguas del mar. Y veías también músculos firmes como la piedra, duros como el acero. Veías palabras de poder brillando, y balanceándose, en sus manos.

Pero si tenías una mente especial, el tipo de mente que realmente ve lo que mira, tal vez hubieras podido notar algo no del todo humano en aquellos ojos. Tal vez pudieras notar un peso en sus hombros, como si un trueno reposara sobre ellos. Y quizá incluso vieras el ligero resplandor que rodeaba todo su ser. Tal vez vieras arcaicas runas, inscritas en su piel como con fuego.

Y quizá incluso podías ver el peso espiritual que tenía en lo que le rodeaba, si puedes imaginarte un peso construido con tormentas, terremotos, y metal fundido.

Y si de verdad eras alguien especial, alguien como Krish, Feantr o el viejo Nil, veías incluso más. Veías grandes llamas de poder, que reposaba e su frente como una estrella blanca. Llamas pesadas como el plomo. Llamas ligeras como el humo. Llamas rojas y negras. 

El poder de un dios.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Bajo una oscura luna crepuscular

Recuerdo pocas cosas de aquel lejano día, bajo una oscura luna crepuscular, en el río Therth, en los lejanos Páramos Invernales. Como yo, arrastrándome por las estepas encontré un pequeño río, y me detuve a beber. Recuerdo pocas cosas de aquel lejano día, bajo una luna oculta detrás de las montañas, más que una tensión, y un sentimiento, ligeros como la neblina que se crea cuando el agua hierve.

Bajo la oscura luna crepuscular, recuerdo cómo saqué mi laúd, y cómo toqué muchas canciones. "Versado en el crepúsculo". "El martillo y el hierro". "El anciano del camino". "Sentado junto al agua, recordando". "El viento". Estaba tocando "Humo y Rayo", cuando escuché una voz que se unía con la mía, girando, golpeando como los rayos de una tormenta de verano. Ascendiendo y descendiendo como las olas del mar.

Recuerdo como busqué y busqué, sin descanso, el origen de aquella voz hermosa, y no la encontraba. Recuerdo como incluso, traté de engatusarla como un poema:

¡Oh, dulce voz que en los Páramos cantas!
¿Podrías responder a mi llamada?
¿Podrías mostrarte ante mí
para así yo poder presentarte mis respetos?
¿Podrías revelar cómo es que cantas tan hermoso,
...

No me extraña que el poema no la engatusara, ya que no era muy bueno.

Pero recuerdo como si fuera ayer como, desesperado busqué aquella voz, como un relámpago buscando su trueno. Como corrí, frenético, de un lado a otro, tratando de encontrar.

Pero no era capaz, no fui capaz de encontrarla. Recuerdo como, desesperado, me eché a llorar. Y sí, lloré aquel día, y he llorado muchos días desde entonces, por la voz perdida que no se puedo encontrar.

Y finalmente, recuerdo cómo me senté debajo de un árbol, y toqué. Toqué, intentando no recordar, hasta que caí dormido.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Faz y Dral (Capítulo 1)

La pequeña sombra Faz caminaba (o se deslizaba) por un antiguo sendero, un sendero de héroes y reyes.

Faz era una sombra que, como a ella misma le gustaba definirse, tenía dos caras. Una era una cara risueña, pícara, y juguetona. La otra era una cara seria, sombría, y regia, que mostraba cuando era necesario.

En aquel antiguo sendero, conoció a un curioso personaje, un viajero incansable que había visto muchas cosas. Había visto los cristales flotantes de las islas Urururuoa. Había visto los viejos y ancestrales puentes de viento en el lejano país de Khárdor, al otro extremo de las montañas Encrespadas. Incluso había visto a los dragones volar por el cielo en las Guerras de la Creación.

Se llamaba Dral. Tenía el pelo negro y encrespado, casi se podría decir que era azul marino. Sus ojos eran de muchos colores, rojo, negro, verde, amarillo. Llevaba unja capa de viaje negra y morada, que envolvía un cuerpo enjuto y nervudo. Caminaba apoyándose en un bastón de fresno, aunque seguramente no lo necesitaba. Iba canturreando una canción que ya era vieja cuando el viejo Nil era joven:

Caminando por el camino,
viendo los árboles pasar, 
viendo a los pájaros montar el viento,
me doy cuenta de pronto
de mi propia mortalidad.
Y cuando quiero parar a descansar,
me apoyo en mi bastón de hueso,
y recupero viejos tiempos,
de mi antiguo y brioso pasear.

Cuando se cruzaron en el camino, a Dral no le pareció extrañarle lo más mínimo que una sombra caminara sin cuerpo que la proyectara. En aquellos tiempos y aquellos lugares, era bastante común.

Y una de las particularidades de Dral era que había días en los que solo podía hablar en verso, y además no te entendía si no le correspondías correctamente. Así que saludó de esta manera:

¡Hola!
¿A dónde vas,
tan tranquila y silenciosamente,
pequeña sombra,
si puedo preguntar?
Más si detenerte puedes,
no dudes más,
¡para junto al camino,
y tengamos un delicioso almuerzo,
que el día no apremia!

A lo que Faz respondió:

¡Hola!
¿Puedo preguntar
si eres Dral?
¿O eres acaso 
algún poeta fustrado
que ya no pudo hablar
más que en verso?
Si bien mi día no apremia,
me gustaría
cuanto antes llegar
a la capital de mi gente,
Shaderburg,
y si bien me encantaría
ese prometido almuerzo,
tarde no quiero,
a mi cita llegar.

Dral se rió, encantado, y respondió:


¡Si!
Has acertado,
puesto que Dral soy yo,
y como yo no hay otro,
mas, ¿quién sabe?
A lo mejor 
un poeta frustrado
resulto ser.
Y si a Shaderburg quieres llegar,
problema no tengo en acompañarte,
y conversación darte,
además ando buscando compañeros,
y aventuras que vivir,
así que si no tienes problema,
te acompañaré sin dilema,
y ¿quién sabe?
Si te acompaño,
después de todo lo que he caminado
¡juntos, tal vez,
encontremos aquello
que tanto habíamos deseado!

Contenta y pícara, Faz respondió:

Entonces,
si problemas no hay,
y si de todas formas hemos de caminar,
acompañarme no te impediré
y, tal vez, 
aventuras vivamos.
Así que
¿por qué no?
Caminemos juntos
a Shadeburg
y allí 
seremos,
(o quizá somos ya)
grandes amigos.

Y así empezaron las aventuras de Faz, y Dral, que durarían mucho tiempo, y que quedarían grabadas en muchas historias y cuentos infantiles de aquel pacífico reino.

lunes, 22 de septiembre de 2014

El viejo Nil. Introducción.

Una ligero tensión pesaba en el aire, una fresca mañana de verano, en un descampado a las afueras de la ciudad de Valladolid.

En aquel lugar, no lejos de una pequeña villa llamada Santa Cruz, existía un largo y serpenteante riachuelo, en el cual muchos animales acudían a beber. A los costados de este, crecían arbustos de bayas y fresas silvestres,  que alimentaban a muchos animales y personas que alguna vez pasaban por allí.

En este tranquilo rincón, lejos de las dulces, pero escandalosas voces de los niños que jugaban al pilla-pilla en una parcela, vivía un viejo ermitaño que en otro tiempo le habían llamado el Viejo Nil.

Nil era, a simple vista, un anciano de barba azul, sin pelo en la cabeza, vestido con una vieja túnica de gala, que caminaba apoyándose en un bastón de madera retorcida.

Nil vivía en una pequeña casa de madera, construida por él cuando era más joven, que llegaba incluso a tener un pequeño sótano donde Nil dormía.

Nil vivía en una profunda conexión con la naturaleza. Sabía ver, aquí y allá, a los grandes espíritus de los animales. La Gacela, el Oso, el Jabalí...

Muchos pensaban que el viejo Nil estaba loco, pero no era así. El tenía un conocimiento profundo de los cimientos del mundo, pero no los usaba en propio beneficio, sino únicamente con y para los demás.

Esta es la historia de Nil, y de una pequeña sombra llamada Faz, y de las aventuras que vivieron, juntos y separados.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Scout

Era de noche. En el campamento reinaba el sonido, un sonido compuesto por muchos ruidos que se entrelazaban entre sí como una amalgama.

La primera capa de sonidos era fácil reconocerla. El sonido del viento entre los árboles, o el suave ruido del frote de las manos de un tropero que se calentaba con las brasas de un fogón hacía tiempo apagado. El suave crujido de los pies de un zorro que correteaba por la maleza. El rechinar de un portón que se balanceaba con el viento, y los ronquidos que resonaban dentro de una tienda de campaña. Esta capa de sonidos era familiar, y era ancha y ligera como la llegada de un viejo amigo.

La segunda era más complicada de reconocer. Si pasabas mucho rato escuchando, quizá empezaras a notarlo en las pisadas de los tres guardias que daban vueltas por el sitio. Estaba en el resentido cáñamo que sujetaba los piquetes de una carpa mal tensada. Estaba, enlazada como una amistad, en la tos ligera que sufría uno de los Toquis, resfriado. Podías, tal vez, escucharla en las vueltas que se daba otro tropero que, enfadado porque no lo tomaban en serio, había decidido dormir fuera de su tienda de campaña. Era una capa incómoda y tenebrosa, e, incluso sin palabras, incitaba a la rabia.

La tercera era la capa más profunda de todas. Era la más grade de las tres, y envolvía a las otras dos. Era ancha y profunda como la puerta del sueño. Era pesada como una manta empapada. Era ligera como un suspiro. Era significativa como el grito de dolor de un hombre que se rompe un hueso.

Esta capa estaba compuesta por los sonidos más profundos del ambiente. Sonidos como las historias que se susurraban entre sí los báculos de la patrullas, recubiertos de piel. Las historias que se podían leer en un viejo libro encuadernado en cuero. El quejido de un trozo de tela de tres colores, con forma triangular enrollado sobre si mismo unas treinta veces. Estaba en las mentes de tres hombres que caminaban por ahí, envueltos en telas. Estaba en los ojos, amarillos y verdes, de un tercer tropero que estaba allí, de pie bajo de la luna.

El tropero tenía el pelo negro como el carbón. Llevaba unos zapatos de montaña, y de su cintura colgaba un trozo de tela amarillo y negro. En su bolsillo había un reloj y un trozo de papel con unos nombres escritos. En su mano reposaba una linterna, hacía mucho tiempo apagada.

En su ser se concentraban muchas vidas, vidas de lujuria y alegría, y vidas de pena y masacre. Él era el dueño de la tercera capa de sonidos, y así debía de ser, pues el silencio que se escondía en su cuerpo era un silencio especial. Era un silencio profundo como el de un vaso roto. Era un sonido enorme como el de un golpe. Era un silencio que compartía con todos sus compañeros, sin importar raza, color de piel, gustos, nacionalidad, o idioma natal.

El silencio de un scout.




miércoles, 10 de septiembre de 2014

Con respecto a "Táborlin el Grande"...

Con respecto a la historia "Táborlin el Grande", tengo que decir un par de cosas...

El personaje Táborlin el Grande es un personaje inventado por Patrick Rothfuss en su "Crónica del Asesino de Reyes", al igual que los Mael.El Synthar-Heidra fue por mi cuenta.
El momento del "¡Haz temblar a mis enemigos, Escarcin!", lo saqué del anime Bleach. Perdón.
Hay otro personaje que no he inventado yo... A ver si lo encontráis.










Táborlin el Grande

Táborlin el Grande estaba preocupado. Sabía que si lo atrapaban estaría en grandes problemas.

Corría por el denso bosque Trokkar, con su capa de ningún color rasgada y sucia. Su vela hacía tiempo que se había apagado, y su moneda estaba abollada. Sólo su espada estaba intacta, aunque algo desafilada.

Lo perseguía una de las criaturas mas viles de los Mael: un Synthar-Heidra. Estas criaturas de oscuridad, conocidos como Devoradores de Carne por los guerreros de antaño que habían peleado con ellos.

Este era uno especialmente poderoso. Tenía la forma de un gran cadáver en descomposición, llevaba una corona de fuego y sombras, y sus ojos transmitían malicia y odio. Cargaba con un gran hacha, sujetándola con una sola mano como si fuera un juguete. Con la otra lanzaba hechizos de fuego y muerte.

Táborlin llegó al borde de un gran acantilado, que se extendía casi indefinidamente hacia arriba. El Synthar-Heidra rugió detrás de él, sacudiendo árboles y haciendo temblar el suelo.

Se encontraron cara a cara. La cara de Táborlin solo reflejaba determinación, sin una pizca de temor o duda. Levantó su espada por encima de sus cabeza, al tiempo que decía:

-¡Haz temblar a mis enemigos, Escarcin!

Y todo ser viviente en dos kilómetros a la redonda escuchó un trueno, como de una avalancha después de un relámpago.

Un potente rayo de luz cegó al Mael. Se tapó los ojos, sorprendido, y cuando pudo abrirlos y ver lo que tenía delante, una espada le atravesó el estómago. Era Tábotlin, recubierto por una luz dorada. Su espada estaba electrizada.

Cuando el Mael se desvaneció en una nube de polvo, Táborlin dijo:

-Harath, en Bast... nuner thal.

domingo, 7 de septiembre de 2014

El hombre

Dos hombres armados caminaban hacia el templo. En aquel sagrario de redención y pacifismo, su presencia destacaba como la de un lobo en un gallinero. Sus pies, sucios, mancillaban el suelo que el delirio había hecho sagrado.

Al llegar a la puerta del templo, los hombres, al parecer borrachos, pegaron el grito:

-¡Monjes cobardes! ¡Salid de vuestro templito y pelead con nosotros!- Gritó uno.
-¡Si, que veamos si se merecen los impuestos que reciben y ese templo que tienen!- dijo el otro.

La gigantesca puerta del templo se abrió lentamente. Un hombre encapuchado salió al exterior. 

El hombre caminaba con ligereza, con la espalda recta, sin dar ninguna seña de temor o desdén. Caminaba expresando seguridad absoluta en si mismo, pero no menospreciaba a sus rivales.

A unos diez pasos de los borrachos, se detuvo. Se quedó allí de pie, con expresión desafiante, esperando que sus rivales atacaran primero.

De pronto, la presencia de aquel hombre pus serios a los bandidos. Sin burlarse ni reírse, desenvainaron sus armas; una lanza de punta larga y con filo, y una pequeña maza de una mano. 

El los bandidos parpadearon, preparándose para le refriega...
... y miraron fijamente al aire, puesto que el hombre encapuchado no estaba allí. Apareció detrás  de los bandidos, y los golpeó con tanta fuerza que quedaron inconscientes al instante.

El hombre miró hacia arriba, y una ligera brisa le quitó la capucha, revelando unos ojos negros y profundos, y un pelo lacio y negro que le llegaba a los hombros.

El hombre desapareció como una nube de humo, mientras un grito de ira resonaba en el silencio.

Se hizo la calma. Amanecía.

martes, 2 de septiembre de 2014

Un terremoto sacude el suelo. Un grito de ira resuena por las montañas y provoca una avalancha. Un trozo de piedra roja, resquebrajada, en la que todavía se puede leer Meä--, cae al lado de un hombre vestido de negro que medita sentado en el suelo.

El hombre ni se inmuta, y mira hacia el norte con unos ojos pacíficos y grises. Asiente para si, y se levanta. Lentamente, con calma, se pone sus botas y empieza a caminar, lejos, hacia el sur. Su pelo negro se agita con el intenso viento que sigue a otro grito de furia.

El hombre ni se inmuta y sigue caminando. Al llegar al profundo Barranco de Ébano, se detiene.

Se agacha y toca el suelo, y murmura unas palabras que el viento desmenuza. No ocurre nada. El hombre frunce el ceño, al parecer ligeramente molesto. Se encoje de hombros y se levanta.

 Una nueva ráfaga de viento, fuerte como un huracán, le hace tiras el hábito que lleva, dejándolo solo con unas calzas largas. En su pecho desnudo se pueden leer distintas runas: Haethr, Lessyna, Molderedl. Todas significan "indiferencia".

El hombre despliega unas alas negras, que parecen estar hechas de hielo y sombras. Las agita, y se convierte en un sombra, veloz como un rayo, y se dirige al norte, muy lejos, a encontrarse con un viejo conocido.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Una ligera brisa soplaba entre los solitarios árboles que había en medio de un desierto. Un pequeño lago, cada día más pequeño, alimentaba como podía la vida de los árboles que crecían a su alrededor. Y un hombre rubio vivía allí, en una cabaña, alejado de todo.

El hombre se llamaba Deward. Había vivido muchas aventuras, en compañía de un viejo amigo, pero un día, su amigo encontró una llave, roja y pesada. Y una idea loca se le metió en la cabeza. Con el paso de los años, fue haciéndose cada vez más poderoso, hasta conseguir un poder que ningún mortal había obtenido hasta aquel entonces. Obligado por su deber como amigo, había tratado de detenerlo, puesto que su idea habría puesto el mundo en un grave peligro. En la refriega, Deward perdió un brazo y una pierna, que luego reemplazó por unas mecánicas, pero logró matar a su amigo y poner el mundo a salvo. Pero el poder que su amigo había obtenido era demasiado terrible como para imaginarlo. Su ser ardía con un poder tal que, si bien se lo podía matar, no permanecería muerto mucho tiempo.

 El cielo se tiño de rojo, y un repentino temblor sacudió el suelo. Un grito de ira resonó en el desierto y se alejó, seguido de un viento fortísimo que rompió un par de árboles y se alejó hacia el horizonte.

Deward se puso en pie y miró al cielo con aire cansado. Se desperezó, y se concentró.

La camisa que llevaba estalló en llamas. Deward ni se inmutó. Entre las llamas se podían ver algunos tatuajes en su piel. Jaethar, Reshat, Iratel, Iosenes. Todas significaban "Alegría".

Deward extendió unas largas alas doradas, y echó a volar. De sus alas surgían destellos de luz que revitalizaban a las plantas y nutrían a los animales. Voló, muy lejos hacia el sur, a encontrarse con un antiguo conocido.

domingo, 31 de agosto de 2014

Ira

Es de día, un día caluroso y seco. Los pocos árboles que reposan a un lado del camino están secos por el intenso sol que los hostiga día a día. La tierra se está secando poco a poco, convirtiéndose en un desierto.

Un hombre, alto, pálido y de pelo negro que le llega a la cintura, va pasando por el camino. Lleva una llave bastante grande al cuello, una llave roja y pesada.

Al llegar al fin del camino, el hombre se detiene y mira al suelo. Da unas palmadas en la rugosa arena, y murmura unas palabras que el viento se lleva lejos.

Un temblor sacude la tierra. El cielo se tiñe de rojo, y los pocos animales que pasan por allí huyen aterrorizados. Y una gigantesca puerta, de una piedra volcánica granate, emerge del suelo con un estruendo.

La puerta tiene unos diez metros de alto. Tiene grietas por todas partes, pero a pesar de eso se pueden leer algunas runas inscritas en distintas partes de la roca: Tesin, Doza, Mëarastha y Terân. Todas significan "calma"
En la puerta hay un agujero de cerradura.

El hombre de pelo negro se arranca la llave del cuello de un tirón. La encaja en el agujero de la cerradura. Y le da una vuelta, da un paso atrás, y tira de la puerta un poco, para después dar otro paso atrás y desvanecerse, como si nunca hubiera existido.

Un grito de furia desgarra el tejido del mundo. La puerta explota y se parte en pedazos, que caen muy lejos, más allá de las montañas Kere.

De la puerta emerge, lentamente, un hombre pelirrojo. Sus ojos son dos llamas carmesí. Está desnudo hasta la cintura, y en su pecho desnudo pueden leerse algunas palabras: Andan, Rethan, Hyuzsar, Heuar, Khoerat, y Kármenar. Todas significan "Ira".

En su espalda está tatuado un ojo, rojo y con una pupila lobuna. Y, de los costados de este ojo, emergen unas alas del color de la sangre.

El hombre grita otra vez, con un grito desgarrador que rompe árboles y que genera un viento fortísimo, que empuja la arena y se aleja hasta desaparecer.

El hombre se agacha y golpea el suelo. Un temblor sacude la tierra. Y entonces el hombre se aleja volando, como un ángel, pero mientras vuela, de sus alas cae sangre.

Cuidado. La Ira anda suelta por el mundo.

jueves, 28 de agosto de 2014

El Manicomio

En medio de la ciudad dormida, hay un edificio alto y cuadrado, con sólo unas pocas ventanas, con paredes de piedra maciza, y con una puerta de hierro reforzado. Este edificio especial, es, según lo llaman, "el hotel de los desequilibrados". Es, por decirlo simple y llanamente, el Manicomio.

Dentro de este edificio, que está negro como boca del lobo, hay muchos visitantes permanentes; como el viejo Roz, que esta encaramado en el respaldo de su silla, como un pájaro, murmurando:
-Si, podría usar el cazapatos, pero reaccionaría explosivamente con el presionador y los husos de piedra. Aunque se podría usar piedras de luna como neutralizador. Pero no me quedan suficientes, ¿verdad? No, no me quedan suficientes... Tendré que pedirle al caragato que me traiga cuando vuelva...- Y así, siempre hablando de cosas aparentemente sin sentido, pero que para él parecen tener una gran importancia.
También está el ex-general Hosemort, que tiembla como un flan, encaramado en su cama, diciendo:
-Soldado Heintz, ¿qué estás haciendo? Te pedí el cañón listo para las seis... Y alférez, ¿donde está el mozuelo? Le dije que me trajera mi sable engrasado en diez minutos.  Y Rose, ¿quieres hacer el favor de ¡DEJAR DONDE ESTABA EL MALDITO MAPA!?

Uy, y quien más simpático que el vizconde Tamar, siempre hablando muy alto:
-Ay qué gracioso, jijijiji, ese pez rosa que nada, si, mira ahí, al lado de la ventana, jijiji, mira como se mueve, jajajaja. Y ese elefante rojo...- como siempre, alucinando, riéndose y comportándose como si estuviera acompañado, como en sus buenos días en la corte.

Luego, hay otros como el sombrío Haz, siempre murmurando:
-Si, vendrán, y vendrán por ti, y por mi, y una capa de oscuridad cubrirá la Tierra. Pero no moriremos, oh no, sino que iremos a un lugar de sufrimiento, ya lo verás...- Y así, siempre tan deprimente.

Uno de los más conocidos es el orador Atom, siempre:
-ElvizcondedeTrabonhallegadoacompañadodesudistinguidaesposalaseñoraMaríadelCármenJimenez...-Y así.

Pero hay un visitante muy especial, que está sentado al lado de la ventana, mirando por ella, quieto sin decir nada. La luna ilumina su cara y muestra su tez pálida, y su pelo negro y lacio, que le llega a los hombros, y su cuerpo esbelto y flaco. La luna también ilumina sus ojos.

Unos ojos negros, profundos, y totalmente cuerdos.

miércoles, 27 de agosto de 2014

Tam

Era una fresca mañana de otoño; las hojas, amarillas, rojas y naranjas, caían con un susurro imperceptible, creando a su vez un inigualable espectáculo de colores en el suelo. La brisa, implacable, meneaba los arboles de un lado a otro, haciendo así que la lluvia de hojas resultara interminable, así como su espectáculo y, desde las sombras del ala del techo de una casa, un hombre observaba todo esto atentamente.
El hombre tendría unos veinte años. Su pelo era del color de la tierra donde había nacido; un interminable campo de amarillo, salpicado de manchas castañas. Sus ojos reflejaban la luz como un espejo y, con el espectáculo de hojas, sus ojos parecían un caleidoscopio; un espectáculo de luces equiparable a la ‘lluvia de hojas’ que había afuera. Llevaba ropa humilde, pero bien hecha. De pronto, una voz hendió el aire:
-Tam, ¡¿dónde diablos estas?! ¡Hay trabajo que hacer!
El hombre sonrió y se acercó al hombre que había gritado. Era un hombre de  unos cuarenta años, con el pelo canoso y barba rala.
-Ahí estas, Tam, maldita sea. Esos barriles de vino no van a sacar patas y meterse caminando en la despensa así que, ¡andando!
- Ya voy, ya voy- dijo el tal Tam. Se acercó a la puerta de la posada y agarró uno de los barriles, lo tumbó y lo hico rodar para llevarlo a la despensa. Cuando llegó a la escalera,  lo levantó, bajó y lo puso en los soportes. Repitió la operación hasta que no quedó ningún barril fuera de la despensa. Cuando terminó, fue a la barra y comenzó sus tareas diarias; limpió la barra, ordenó las botellas de licor, colocó las mesas y las sillas en orden y lavó los platos y los vasos sucios del día anterior. Cuando terminó, ya era la hora de la comida, así que puso la carne al fuego, fue al pozo a por agua y lavó y cortó unas verduras. De pronto, el tintineo de la campanilla de la puerta alertó de visitantes; tres hombres entraron, se sentaron y pidieron la comida con un ‘lo de siempre’. Como Tam había previsto esto, fue a la cocina y volvió con tres platos de estofado apoyados en los brazos. Los sirvió, sirvió la bebida y los hombres empezaron a discutir algo que ya parecían llevar discutiendo un buen rato:
-No seas tonto, Hans, es obvio que no era un demonio
-¡Te digo que lo era! Ese mago idiota lo invocó, el demonio saltó y le pegó un mordisco en el cuello al otro
-Piensa, Hans, que si fuera un demonio, habría empezado a perseguir a ese mago mucho antes- respondió el otro
- Yo creo que Mel tiene razón; es obvio que no era un demonio-intervino un tercero- Ya sabes como de supersticiosa es tu gente
-¡Tú no te metas, Mat! He dicho que era un demonio y un demonio era. Si no me crees, pídele el final de la historia a otro- dijo Hans con el rostro enrojecido- ¡Y no te metas con mi gente!
De pronto la puerta se abrió. Un cuarto hombre entró a la posada y lanzó un grito de ‘lo que haya para mí’. Se sentó, con su plato de estofado delante, y dijo:
-A ver, de que estáis discutiendo tanto
-De que yo les estoy contando una historia, y estos dos imbéciles se empeñan en contradecirme-dijo Hans
-Pues entonces cuéntame esa historia y yo haré de mediador neutral-dijo el recién llegado
-Está bien-refunfuñó Hans- Bien, esta es una historia que no se sabe si pasó o no, solo se sabe que lleva pasando de generación en generación entre nuestra gente, el Pueblo de las Montañas.
Un día, un joven mago había ido a comprar materiales para su Academia en el mercado de la ciudad de Mirt, cuando notó que alguien le amenazaba con un cuchillo en la espalda. Se dio la vuelta muy lentamente, para no asustar al ladrón, cuando le vio la cara. Estaba pálida, y las venas se le marcaban como líneas púrpura bajo la piel. Pero lo más inquietante de todo eran sus ojos, tan negros que parecían tener sólo pupilas. Ya lo sabéis, eso significa que consumía una droga llamada Mennt, y no solo eso, su cara decía también que llevaba varios días sin probarla, por lo cual habría sido capaz de rebanarle el cuello a su esposa por unas monedas. Pues bien, el mago se dio cuenta de esto, y pronunciando tres antiguas palabras de poder, invocó un demonio que salt…

Todos se sobresaltaron cuando una súbita carcajada inundó la estancia, hasta el último rincón de la sala. Tam estaba apoyado en la puerta. Había escuchado la historia con curiosidad, pero aquella última parte le había parecido de lo más graciosa.
-¿Qué se supone que es tan gracioso?- preguntó Hans, con una furia contenida en la voz.
-Pareces tonto, chico. Los demonios no existen- respondió Tam.
Sumamente furioso, Hans golpeó en la mesa, volcando su jarra de cerveza, apartó su silla, lanzó unas monedas sobre la barra y se fue. Los otros lo siguieron poco después, cuando hubieron terminado y pagado sus consumiciones.
Y la cara de Tam delataba su mentira.
*
Esa noche, todo parecía normal. El posadero se fue a acostar y dejó a Tam a cargo, como solía hacer. Tam preparó todo para el día siguiente, como solía hacer. Dejó el cubo del pozo abajo para solo tener que subirlo para sacar agua, como solía hacer. Rellenó los barriles de cerveza de detrás de la barra, como solía hacer. Dejó unos vasos sucios en el fregadero, como solía hacer. Cerró las ventanas, como solía hacer. Pulió un poco la espada que estaba detrás de la barra, como solía hacer. Apagó la linterna de fuera de la posada, como solía hacer. Regó un poco el huerto, como solía hacer. Sin embargo, la noche no era como solía ser. Fuera de la posada, lejos de la mirada de Tam, la oscuridad se cernía alrededor como neblina, intangible e inquietante.


Más lejos aún, lejos del alcance de la agradable luz rojiza del pueblo, unas figuras se mueven en la oscuridad. Unas figuras que emanan oscuridad como el calor corporal. Son cuatro. Todas llevan armas: largas espadas negras, afiladas como el demonio e igual de inquietantes; largos arcos de cuerno y unas flechas con punta de un metal negro y afilado como el de las espadas. Sus ojos, vidriosos y negros como la pez, miran sin ver. De pronto, todas se detienen al unísono, como los engranajes de una máquina que se atasca. Se miran a los ojos, o dan la impresión de hacerlo. Todas las figuras, con un solo movimiento lento y antinatural, empiezan a girar sobre sí mismas. Un torbellino negro se cierne alrededor de ellas, girando a toda velocidad. Un instante después, no hay nada. Solo la creciente oscuridad, los frondosos árboles y una ráfaga de aire frío como el aliento de un muerto.



Caminando por el bosque, un hombre encapuchado y abrigado de pies a cabeza vio algo que no auguraba nada bueno: una fina capa de escarcha cubría toda la tierra bajo sus pies, crujiendo y partiéndose cuando pisaba.
Siguió caminando, sin darle mucha importancia. Entonces se percató de algo; una huella en el camino. El hombre vio que  eran las huellas de dos pies. Eso no tenía lógica, ya que no había huellas que pasaran por esas marcas, sino que las pisadas se detenían y, simplemente desaparecían.  Preocupado, el hombre se acercó a la huella. Vio que eran cuatro pares de marcas, todas parecidas a la que estaba viendo. Pero vio algo más. Algo que lo asustó hasta casi el punto del pánico; había una extraña marca negra alrededor de las huellas. Asustado, el hombre se acercó. Hincó el dedo en la tierra y se lo metió a la boca. Escupió rápidamente. Entonces vio algo que lo hizo palidecer: un pájaro de un árbol cercano estaba quieto. No la típica inmovilidad temblorosa de quien quiere esconderse, sino una inmovilidad total. El pájaro parecía de piedra. Se acercó y tocó al pájaro. Entonces salió corriendo despavorido. El pájaro estaba helado, más frio que el hielo.
Tenía que avisar a Tam.

Los Fantasmas del Invierno habían estado allí la noche pasada.

¡DESAPARECIDO!

No llores mi muerte.

Encerrado en una pequeña celda, mi mente se remueve y grita, encerrada en una prisión peor que la que retiene a mi cuerpo. Y, poco a poco, mi mente me hace recordar cosas que no quiero recordar.


Una lluvia de flechas. La espada, azul brillante, que me pesa en el brazo. Los ruidos y gritos de dolor de muchos hombres. La armadura que me pesaba en el cuerpo. El gusto metálico de la sangre en la boca. Y mi compañero del alma, allí tirado, atravesado por una flecha que eludió sus defensas. Sus ojos se están cerrando; ya casi no queda vida en el. Lo levanto a pesar de lo cansados que están mis brazos, y salgo corriendo. Si llego a tiempo, los hechiceros de la reina Sahl podrían salvarlo.

Cuando llevo medio minuto corriendo, escucho como susurra levemente:
-Debes... dejarme ir
Un momento después, me vuelve a susurrar.
-No llores mi muerte.
Y noto como su conciencia se va desvaneciendo en el vacío.
Desesperado, lo alimento con mi propia energía, en un intento de mantenerlo con vida hasta encontrar a un hechicero que lo cure.
Pero la hemorragia no se detiene. Y su conciencia se desvanece.

Oscuridad. Vacío.
Desaparecido.
¡Desaparecido!
¡DESAPARECIDO!

Un aullido de dolor, ancestral y lleno de furia y odio, sale por mi garganta y se esparce por el campo de batalla. Todo lo que está a menos de tres metros de mí salta por los aires. Me lanzo contra los salvajes Srgho, dispuesto a hacerlos pedazos.
Y entonces, nada. Dolor. Me caía.

Despierto en la celda, solo.
¡Solo!

Y lo peor son los ojos negros del hombre alto, delgado, pálido, y de pelo negro, que me observan por el ventanuco de la celda.

lunes, 25 de agosto de 2014

El juicio

Era un día de expectación en la Corte de Espíritus: los más de quinientos espíritus allí reunidos murmuraban y comentaban en voz baja los últimos hechos; según parecía, uno de los consejeros del Rey había sido demostrado culpable: era un espía de los Demonios. Todos sabían que lo que ocurriera allí en las próximas horas decidiría el curso de la guerra, y por tanto, el destino del mundo.

Los últimos en entrar fueron los jueces, el Consejo de los Seis, como algunos lo llamaban. Eran un grupo de espíritus, tres hombres, y tres mujeres.
El Juez, como muchos llamaban al más grande de los Seis, era un espíritu alto, ancho de espaldas, y fuerte. Llevaba el pelo castaño largo hasta los hombros, y siempre llevaba una máscara de plata celeste pulida. Nadie sabía ni su nombre ni cómo era su cara, así que lo llamaban "el Juez" o "Su excelencia".
El segundo de los jueces hombres era un espíritu anciano, de más de diez mil años estelares, llamado Ha, que andaba encorvado, y que llevaba una larga barba que solía pisarse cuando caminaba ayudado por su bastón.
La primera de las mujeres era una espíritu "en la flor de la vida" como algunos decían. Se llamaba Sera. Era una mujer, atractiva, redondeada, que exhibía una melena rubia hasta la cintura, pero conocida por su excesiva timidez, que hacía que se pusiera roja como un tomate al recibir un simple cumplido.
La segunda de las mujeres que componía a "las Jueces"  era una mujer que solía andar envuelta en un hábito de la ocultaba casi completamente, y llevaba el pelo negro hasta los hombros, cortado de una manera muy estricta. Tenía fama de inflexible y imparcial, y de ser una gran juez, que no se dejaba llevar por sobornos o sentimientos. Se llamaba a si misma Hevra.
La tercera y última de las mujeres que formaban el lado femenino del consejo era una mujer extraña, que solía hablar sola. A pesar de ser joven (solo tenía unos trescientos años estelares), llevaba una melena blanca hasta el suelo, y llevaba una gafas que, según algunos, le permitían ver lo que sucedía en muchos lugares al vez, aunque con algunos minutos de retraso. Según los registros, se llamaba Elaina.
El último de los miembros del jurado, un espíritu de no más de cincuenta años estelares, llamado Hezan, era conocido por el pelo negro desgreñado que nunca se peinaba y su excentricidad. Solía comer dulces a toda hora, incluso cuando hablaba con alguien, pero aun así nunca engordaba. También solía andar informal en todas las ocasiones, con unos pantalones holgados y una camiseta blanca. Nunca llevaba zapatos.

Ese día, los Seis estaban allí reunidos, en sus sillones de respaldo alto, y vestidos con la  ropa formal que requería la situación, menos Hezan, claro.
El Juez tocó la campanilla de plata para reclamar silencio. La multitud allí reunida se calló casi al instante, y el juez anunció, con voz potente:

-¡Que pase el acusado!

Ya entraba, por la puerta principal y flanqueado por dos guardias, un espíritu de aspecto cansado, que llevaba la cabeza gacha, de modo que no se le veía la cara.
-¡Se da inicio al juzgado! El acusado, espíritu Nº694832, llamado Angvaroth, acusado, ya ha sido declarado culpable, y esta junta es sólo para dictar sentencia. ¿Tiene algo que decir en su defensa?
Con la cabeza gacha, el acusado habló.
-No tengo qué decir, y aunque lo tuviera, no me defendería. Sí, soy culpable, pero me alegro de serlo- Y levantó súbitamente la cabeza, esbozando una sonrisa terrible. Y muchos espíritus se quedaron mudos. Angvaroth tenía unos colmillos largos, como de serpiente, y la cara llena de escamas. Sus ojos ardían con una luz roja, que le iluminaba la cara- ¡Y nunca trataría de que no me llamaran espía de los Demonios! ¡Pues ya soy más demonio que espíritu, y me encanta!- Y se rió con una carcajada aguda y reverberante que causó escalofríos a la mayoría de los presentes.
El Juez ni se inmutó.
-Bien, entonces. Manténgase en silencio mientras declaramos nuestras opiniones. Empezaré yo.
El Juez fue directo, y al grano. Creía que lo mejor era matarlo y acabar con el asunto.
Ha lo fue menos. Habló por al menos diez minutos, desviándose y llendose por las ramas, hasta que le pidieron que fuera al grano, tras lo cuál declaró que se tenía que desterrarlo al Vacío y acabar con el asunto.
A partir de allí las declaraciones fueron rápidas: Sera opinaba por el destierro, Hevra por la muerte, y Elaina por el encarcelamiento.
Cuando llegó el turno de Hezan (el suyo era el voto decisivo), no dijo nada. Sólo se quedó mirando fijamente a Angvaroth, concentrándose mucho en su cara. Entrecerró un poco los ojos, y de pronto, el rostro de Angvaroth adquirió una expresión de paz. Sus ojos se cerraron, y soltando un largo suspiro, murió.

La sala quedó en silencio, y todos los presentes se preguntaron qué había pasado.

domingo, 24 de agosto de 2014

El sonido

Volvía a ser de noche. Las estrellas brillaban con fuerza, reflejándose en lo ojos de quien las miraba.
Los árboles susurraban extrañas y antiguas historias movidos por la ligera brisa que lo movía suavemente de un lado para otro. El pelo de una persona allí de pie también se movía junto con la brisa.

Sus ojos eran de un vibrante azul oscuro. Su cara era redondeada, y a pesar de la juventud que delataba, marcada con marcas, marcas de furia, de amor, de traición, y  de felicidad. Estas marcas no eran visibles. A primera vista, no se notaban. Si pasabas una hora mirando, quizá empezaras a notarlas en el matiz de lo ojos que miraban el cielo y el la curva de la nariz de esa persona.

Según le habían dicho, se llamaba Kotori. Pero no se sentía así, sentía que su nombre era otro, pero estaba en un lugar demasiado profundo y oculto para encontrarlo. Era una persona sin nombre.

Había muchos sonidos en el ambiente. Algunos eran perceptibles, como el susurro del viento, el crujido de los árboles cuando se balanceaban, o el suave cantar de un riachuelo que por allí pasaba.
Pero había otros sonidos no tan claros. El susurro del frotar de la ropa de la persona que estaba de pie. El suave crujido de la tierra debajo de sus pies. El pequeño contrapunto que colocaba su respiración. El sonido que hacía la hierba cuando crecía. Pero había unos sonidos mucho más profundos. Si pasaras días escuchando, poniendo toda tu atención, quizá empezaras a notarlo en la vieja corteza de los árboles que crujían bajo la luz de la luna, o en las manos de aquella persona. Estaba también en la dolorida piedra que notaba el refrescante contacto del agua sobre ella. Estaba también en los tendones de esa persona, que se quejaban por estarla sosteniendo mucho rato. Quizá incluso pudieras notarlo en el suave latido de ese corazón.

El sonido de la persona que espera algo, pero no sabe el qué, ni donde buscarlo.

miércoles, 20 de agosto de 2014

La canción

Era de noche. Yo estaba solo, de acampada. Había decidido pasar unos días alejado de todo. Las estrellas brillaban, y yo me entretenía buscando las constelaciones; Tauro, la Osa Menor, Orión...

Era el 15 de Noviembre de 2034. Veinte años atrás, más o menos, había decidido vivir en una pequeña ciudad del norte, llamada Valles del Atardecer. Un día desperté con unos deseos tremendos de alejarme, de estar unos días fuera de la gran ciudad, fuera de ese mundo que no me encajaba, así que preparé mi mochila y aceleré mis pies.

Llevaba ya unos cuatro días de acampada, y ese día, por la mañana, decidí desvelarme. Recogí leña seca, un gran montón, y me preparé para pasar la noche despierto.

Cuando ya la fogata eran solo unas brasas, y ya no me sentía con ánimos de alimentarla, empecé a escuchar...

Y, muy poco a poco, lentamente, empecé a escuchar una canción, que según recuerdo, decía así:

El viento soplaba,
lejos, cada vez más lejos,
hacia el Oeste, hacia el hogar

En una cueva, 
solo y olvidado
estaba un hombre,
quien veía el viento pasar,
hacía el Oeste, hacia el hogar.

Entonces decidió cambiar su suerte,
empacó sus posesiones,
se puso las botas,
y partió,
siguiendo el viento.
hacia el Oeste, hacia el hogar.

Yo escuchaba la canción, y poco a poco, noté que un deseo de volver, de volver a la ciudad en la que veinte años atrás había vivido, y las lagrimas empezaron a caer por mis mejillas. Sin que yo lo notara, la canción se interrumpió súbitamente.

-¿Qué pasa? ¿Porqué lloras?- dijo una voz a mis espaldas.


Miré a mi alrededor, y la volví a ver.
La diosa errante.
Y entonces me dí cuenta que ya no quería estar solo.

Una mujer, he de suponer de mi edad, pero no puedo decirlo, porque para ella el tiempo es diferente.

Tenía el pelo rubio. Y los ojos del color del cielo. Lo recuerdo porque en ellos vi reflejado el Universo.
Llevaba puesta la misma extraña mezcla de traje de boda y armadura, de un azul intenso. No chillón, sino un azul agradable para la vista.

Se sentó a mi lado y me miró a los ojos.

-No he venido hasta aquí sólo para hacerte llorar, ¿sabes?
Supongo que, al ser la segunda vez que la veía, no sentía el cuerpo como recubierto de miel, así que superé mi sorpresa y le dije:
-Así que aquí estás otra vez. Justo cuando menos lo espero, como hace veinte años.
Puso cara de sorpresa.
-¿Te acuerdas? No lo esperaba.
-¿Como no me iba a acordar? Me cambiaste completamente.
Poco a poco empecé a notar el hechizo de sus ojos azules, y mi mente se fue llenando de una emoción desconocida hasta ese momento...
-Al final nunca supe si mi flor de tiempo te gustó.
-Me encantó. Hasta hoy la siento aquí, por alguna parte- dije señalándome el pecho.
Ella se rió, con una risa suave que me llenó de alegría, y que me hizo reír a mí también.
De pronto se puso seria y miró hacia las brasas de la fogata.
-Es curioso, ¿sabes? Los que son como yo pronto olvidan a las personas, porque conocen a muchas otras y no pueden recordar a nadie en particular, pero yo siempre te recordé como a una brillante luz en mi memoria.
Noté que temblaba de frío, y casi sin pensar, avivé un poco la hoguera, y la abracé para darle calor. Noté que se tensaba como un resorte, pero rápidamente se relajó y se dejó abrazar.
-Esta vez no tienes por qué irte, ¿sabes?- le dije.
No pude verlo bien, pero me pareció que me sonreía.
Noté que se quedaba dormida, y yo me quedé allí, muy quieto para no despertarla, hasta que yo caí dormido también.
Cuando desperté, bien entrada la mañana, estaba solo.

martes, 19 de agosto de 2014

El sujeto

Sólo unas horas antes, estaba sentado tranquilamente en un sillón, escuchando música. Sólo unas horas antes, me había tomado un café con mis amigos. Sólo unas horas antes, mi vida seguía su curso normal.
Era el 7 de Septiembre del 2012. Yo estaba teniendo un día totalmente normal, en la universidad, en mi casa, y en el café en el que me juntaba con mis amigos. Conversábamos de cosas sin importancia, tranquilos, sin pensar en que nuestra vida podía cambiar para siempre.
Sentados allí, ocurrió algo increíble. Mientras me tomaba el último poquito de café que me quedaba, un tipo extraño, que andaba inclinado y con ojeras, se nos acercó. Se subió a la barra y puso su cara a centímetros de la mía, mientras murmuraba extrañas palabras.
-Mmm… si, podría ser pero, ¿es seguro? Si no lo encontramos,  el viejo se enfadará, y ya sabes cómo se pone…- siguió hablando, al parecer consigo mismo. Yo no entendía nada. Traté de sacármelo de encima, pero era mucho más fuerte que yo. Fue entonces cuando me pregunté qué estaban haciendo mis amigos. Los miré por encima de su hombro, y casi vomité.
Estaban tirados en el suelo del bar, muertos.
La idea me llenó de adrenalina. Mis manos se cerraron violentamente, y los músculos de mis brazos se desgarraron al empujar a aquel tipo y lanzarlo al otro lado del bar.
El tipo se rió.

-¡Sí! ¡Sí! ¡Lo encontramos, ¿verdad que sí?, lo encontramos! ¡Y el viejo no se enfadará!- gritó entre carcajadas. Su voz denotaba una intensa alegría, que al parecer no se veía afectada por el hilillo de sangre que empezaba a correr por su mejilla. 

Mi miedo se vio combinado combinado con una ira ancestral como la mismísima tierra. Me levanté de un salto y cogí lo primero que encontré, una silla. Se la lancé, y el la atrapó, con una sola mano. 

El tipo se rió, con más fuerza que antes. Unos jirones de un extraño material blanco y rojo se fueron concentrando delante de su cara, hasta formar una máscara, que se quedó a medias, tapándole sólo la mitad de la cara.

Mi miedo se fue acrecentando. Presentía que si no salía de allí, y rápido, algo muy malo iba a pasar.
Le tiré el vaso de café, y salí corriendo. Y noté que "algo" me agarraba del brazo.
Era una mano.
Una mano negra como el carbón que despedía maldad.
Y entonces caí hacia la oscuridad, y no recordé nada más.

domingo, 17 de agosto de 2014

Sur

La ciudad duerme. Las luces de las farolas y el fluido de los coches es como la sangre, tan imperceptible que el poco ruido que hacen se desvanece en el silencio. Nadie está allí para observarlo, salvo unos pocos desvelados, y el hombre que está allí, subido en un árbol a la luz de la luna.

Se hacía llamar Sur. Era un nombre que, para él, era sobrio y fácil de inventar, pero para la gente de aquella dormida cuidad, era un nombre extraño e ilógico. El hombre era alto, pálido y tenía un pelo lacio y negro que le llegaba a los hombros. Vestía unos zapatos impermeables, de montaña, y unos vaqueros negros. Llevaba una chaqueta negra, de cuello alto, y con capucha. Cargaba también con un cuaderno y un lápiz que guardaba en el bolsillo. Pero, lo que más solía intimidar a los habitantes de la cuidad cuando lo veía, era la ligera espada que cargaba. Era increíblemente ligera, hecha de un metal fino como la página de una Biblia, y que era casi imposible de doblar o desafilar.

Era un hombre solitario. Viajaba a todas partes, y siempre estaba moviéndose y creando revuelo.

Mientras observaba la ciudad bajo la luz de la luna, notaba algo extraño. Una sensación de intranquilidad lo invadía.

Y el frío aumentaba. Era verano, y la temperatura bajaba. ¿Qué sucedía? Y el hombre, que había visto muchas cosas, empezó a sospechar...

Y entonces, una sombra se movió, saltando de tejado en tejado. Sus pies escarchaban el suelo que pisaba, y una oscuridad impenetrable lo envolvía.

Eso era lo que Sur había estado esperando. Rápido como el pensamiento, desenvainó su espada y saltó del árbol. Y se movió, tan rápido que no se lo podía seguir con la vista. Corrió, saltó hacia el tejado más próximo, y alcanzó a la figura. La golpeó con el puño, esperando desestabilizarla, pero no lo logró. La sombra detectó el golpe, y lo esquivó.

Las dos figuras, una envuelta en una oscuridad impenetrable, y la otra que parecía relucir a la luz de la luna, se colocaron una delante de la otra, en posición marcial. Y un segundo después, se desató el infierno.

Sur atacó primero. Hizo un golpe frontal, usando su espada para aumentar el rango del ataque de manera increíble, pero la otra figura desenvainó su propia espada, negra, y lo bloqueó.

Los golpes empezaron a resonar por todo el techo en el cual estaban apoyados. La violencia del enfrentamiento se fue acrecentando hasta tal punto que las espadas soltaban chispas. Una nube de polvo se fue posando sobre los dos rivales, hasta que fue imposible distinguirlos.

De pronto, todo acabó. La extraña figura sostenía por la nuca a Sur, mientras que con la otra mano se preparaba para ensartarlo.

Y Sur movió los labios.

Una onda expansiva se expandió desde el punto en el que Sur estaba. El tejado crujió, y los árboles se tambalearon por la potencia de un temblor que sacudió el suelo. Un ruido como el de un trueno atronó la ciudad, que fue sacada de su adormecimiento antes de tiempo.
Cansado, Sur miró a su alrededor. Estaba solo.

Sur miró hacia arriba y sonrió. Amanecía.

sábado, 16 de agosto de 2014

El Señor de las Historias

Los seres humanos somos animales de costumbres; para nosotros, el cambio es algo que sobrellevamos muy mal, al menos los adultos; los niños pequeños son bastante adaptables, puesto que la forma y el sentido del mundo todavía es desconocido para ellos. Antes de que les enseñen qué deben pensar, cómo deben actuar, sus mentes le dicen que hay cosas que desconocen, otros mundos y lugares que son casi imposibles de visitar.

Pues bien; los niños tienen razón: hay muchos mundos y lugares diferentes, no todos de los cuales son como el nuestro, pero en todos hay una lógica y un sentido, el cual puede ser algo confuso, pero siempre funciona sin problemas.En uno de esos mundos, uno de los pocos creados por el hombre, vive un personaje singular. Un personaje alto, flaco, pálido, y de pelo negro y largo. Es un personaje singular, nacido de tinta y papel, y de las ancestrales voces de los narradores que contaban historias fantásticas a la luz de la lumbre, y visto de distintas maneras por muchos seres humanos durante milenios. Para algunos, no existe, para otros, sus existencia no importa, y ,para otros, su existencia es tan importante que no podrían vivir sin ella.

Todas las historias son solo fragmentos de la suya. e incluso son parte de él.
Se lo ha llamado de muchas formas a lo largo de la historia, pero ninguno de sus nombres humanos es el correcto. Su nombre actual es Krish, y él es el Señor de las Historias.




La Flor

Un día como cualquier otro, caminando por las calles de mi ciudad natal, encontré algo que jamás pensé que fuera a encontrar, en este mundo o en los otros.

El 15 de Agosto de 2014, yo estaba teniendo un día de perros. Estando exento de ir al colegio, pues un incendio lo había destruido, había decidido ir a dar un paseo bajo la lluvia. Antes, cuando era más pequeño, odiaba la lluvia. Odiaba mojarme mientras caminaba. Pero, desde hacía unos años atrás, ya no me importaba mojarme. Y, cada vez que tenía tiempo libre que no dedicaba a mis amigos o al estudio, sin importar la hora, clima o circunstancia, salía de mi casa y recorría la ciudad, buscando desesperadamente algo. Ni siquiera sabía qué buscaba exactamente.

Ese día, yo a pesar de la lluvia, salí y recorrí la ciudad como un fantasma, silencioso y solitario.
Y entonces la vi. Allí mismo, en los jardines del parque que había enfrente de mi casa.

Una flor, del tamaño de una rosa, pero celeste. Tenía 16 pétalos, algo que yo jamás había visto hasta ese momento. Y se abría desmesuradamente, como un girasol, sin embargo, era imposible que fuese uno. Era una flor que, orgullosa, mostraba todos sus encantos. Y, mientras la observaba, se marchitó. Sus pétalos se cerraron, y su orgulloso centro de luz y color se apagó, y la flor quedó reducida a un simple capullo del tamaño de una uva. Y yo sentí una desesperación tremenda, mucho más profunda que cualquier sentimiento que yo hubiera experimentado hasta ese momento. Y entonces, ocurrió lo imposible.

La flor se volvió a abrir. Recuperó todo su color y pureza. Y yo quedé maravillado, observando la flor, en un estado mental profundo y maravilloso, en un trance donde cada segundo era como un día entero de la Tierra.

No sé cuanto tiempo pasé, allí agachado bajo la lluvia, sin importarme el mundo a mi alrededor, cuando una voz me despertó:
-¿Te gusta mi flor del tiempo?

Miré a mi alrededor, y entonces la vi.
Una diosa errante.
Y entonces me di cuenta que ya no necesitaba buscar más.


Una mujer, he de suponer de mi edad, pero no puedo decirlo, porque para ella el tiempo es diferente.

Tenía el pelo rubio. Y los ojos del color de la flor. Lo recuerdo bien porque en esos ojos vi reflejado el Universo.
Llevaba una extraña mezcla de armadura y traje de boda, de un azul intenso. No chillón, sino un azul agradable para la vista.

Se agachó a mi lado, y me miró a los ojos:
-¿Te gusta mi flor de tiempo?
-Eh... pues sí.
-Me alegro. Es la primera flor de tiempo que hago, ¿sabes? No sabía si te gustaría.
Sentía el cuerpo como recubierto de miel; no era capaz de reaccionar.
-¡Oye! Te estoy hablando.
-Eh... sí, perdón,  es que me has sorprendido. No pensaba que me fuera a encontrar a alguien como tú aquí
-Eso no importa. Te tengo un regalo.
Y señaló con un dedo a la flor.
-Tómala, es tuya.
Yo seguía embobado con sus ojos de color celeste.
-Bueno, supongo que tendré que hacerlo todo por ti.
Y, con mucho cuidado, arrancó la flor, y me la puso en la mano.
Me tapó los ojos con una mano y dijo unas palabras que no llegué a escuchar.
Y en ese momento, sentí que toda mi vida tenía un sentido.
Muchos años después, en una noche estrellada, solo, escucharía una canción maravillosa, que me daría más ganas de vivir. Pero es es otra historia, y debe ser contada en otra ocasión.

Cuando volví a abrir los ojos, estaba solo.

jueves, 14 de agosto de 2014

Tic-Tac (Historia corta)

El reloj emitía un característico tic-tac.

Sentado en su celda, un prisionero languidecía en la oscuridad.
El prisionero no tenía nombre. Quizá, en algún momento de su pasado, lo tuvo, pero eso se le había gastado con los años. Si alguien le hubiera preguntado quién era, el habría dicho "nadie".
No sabía por qué estaba allí. De hecho, ni siquiera recordaba una época en la que no hubiera estado allí. No recordaba lo que era un árbol, lo que era un pan, lo que era un perro. Sólo recordaba lo que tenía, el suelo frío y las paredes implacables.
Y todo sentimiento de humanidad se había esfumado.
Sólo sentía una áspera indiferencia hacia lo que le rodeaba.

Así que se sentaba y esperaba la muerte.

El reloj emitía un característico tic-tac.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Nacidos para la gloria.

Esta será una primera historia. Creo que estará bien para empezar.
Espero que os guste.


Era un caluroso día de verano en el Coliseo. Toda la ciudad de Yurth hervía de expectación por el espectáculo que ese día acontecería. Y no sin razón, pues ese día luchaban lo Doce Grandes; así se llamaba a los doce grandes campeones invictos que ese día iban a luchar. 

El más famoso de los Doce, al cual le llamaban el Primero, era un hombre de pelo negro y ojos azules. No se conocía ni su lugar de origen ni su nombre, pero era famoso por la indiferencia con la que recibía las brutalidades del combate.
La siguiente en la lista era Ynenia, la Segunda, conocida por la atracción que sentía hacia el Primero, era una mujer alta, ágil, de pelo largo que recogía en dos coletas. A ella y al Primero se los conocía como el Dueto de Guerra.
El Tercero era un hombre pelirrojo, que llevaba un largo abrigo que le tapaba la cara, era famoso por el blindaje que usaba debajo del abrigo, el cual le hacía casi invencible.
El Cuarto era conocido por su magistral combate contra Yrsth el Ocultista. Lo había derrotado siguiendo las pistas que recibía de él, y al final había desmantelado su ilusión con un golpe certero.
El Quinto era el más joven de los Doce. Tendría unos diecinueve años y se lo conocía por su habilidad para crear trampas con las que mataba o incapacitaba a sus rivales.
La Sexta era alabada como a una diosa, por su habilidad ocular, que le permitía ver en un radio de 360º alrededor suyo, lo cual la hacía inmune a los ataques por sorpresa.
El Séptimo era, por una excepcional excepción, una pareja de hombre y mujer, que luchaban por amor y por salir adelante.
La Octava era famosa por su habilidad de crear versiones ilusorias de sí misma, para confundir a sus rivales.
La Novena era una mujer alta, de pelo largo, gran experta con los explosivos. Se había batido en duelo con el Tercero. El duelo quedó en empate, con un doble K.O.
El Décimo era el más viejo de los doce. Tenía un gran bigote y poco pelo. Para luchar usaba a sus perros entrenados, los cuales había modificado anatómicamente para que tuvieran dientes de metal.
El Onceavo era un hombre de baja estatura, un experto en la observación y la astucia, siempre atacaba en el momento justo.
El Doceavo era conocido por su extravagancia. Si bien tenía un físico temible, usaba una extraña máscara que simulaba un ojo, lo cual no dejaba de ser irónico, ya que era ciego y se guiaba por lo que oía.

Ese día en el Coliseo, todo el mundo estaba ansioso por ver quién era el mejor de los Doce. No sospechaban que todo el combate se les saldría de control muy pronto.

Los Doce se situaron en posición, en circulo. El árbitro, se colocó en su estrado y un cuerno, seña de inicio del combate.


De pronto, todos se movieron en distintas direcciones. El primero en caer fue el Tercero, abatido por un certero dardo del Primero, qué se coló por entre su blindaje.
El Dueto se movió con velocidad para protegerse y organizar una estrategia, mientras la escaramuza entre el Doceavo y la Novena daba a su fin. La Novena quedó tirada e el suelo, con un ensangrentado corte en el estómago.
El Décimo fue abatido por la Sexta, que usando su amplia visión, esquivó a sus perros y le lanzó un cuchillo.
Un ejército de Octavas se enfrentó directamente con el Cuarto, que usó bien las pistas que tenía para descubrir a la verdadera. La ilusión se deshizo en una nube de humo.
El Doceavo atacó al Dueto, el cual estaba debilitado por un choque con el Quinto, en el cual ninguno murió pero ambos salieron perjudicados. Hábilmente Ynenia le lanzó un hacha que rompió su mascara de ojo.

Solo quedaban siete combatientes cuando todo se salió de control.

Un rayo cayó, desde un cielo absolutamente despejado. El rayo fue tan potente que dejó un cráter en la arena y levantó una gran polvareda.
Cuando la polvareda se despejó, todos pudieron ver a un hombre de pelo rubio, alto, que llevaba implantes mecánicos en el brazo derecho y en la pierna izquierda. El hombre sonreía ligeramente.
De pronto, juntó las manos y pareció concentrarse. El aire crepitó, y cinco rayos rojos se dispararon contra los combatientes caídos. Milagrosamente, se levantaron, abrieron los ojos y dejaron de sangrar. Sus heridas se cerraron.

El hombre aplaudió y sonrió más ampliamente. Separó los brazos y empezó a hablar.
-Saludos, combatientes-dijo- Hoy todos habéis peleado asombrosamente. Habéis demostrado ser dignos de vuestro titulo de los Doce Grandes. Sin embargo, mis superiores han decidido que sois un peligro y que debo destruiros. No os preocupéis, no os mataré tan rápido. Hoy me quiero divertir: no usaré mi brazo derecho- dijo, mientras ponía su brazo mecánico en su espalda.

Los Doce se miraron y asintieron ligeramente. Entonces todos pasaron a la ofensiva.
El Primero sacó varios dardos de su bolsa y se los colocó en las manos.
La Segunda desenvainó una espada de un filo.
El Tercero sacó una maza de debajo del abrigo.
El Cuarto se puso a organizar a los combatientes.
El Quinto sacó sus alambres y sus interruptores, armando una de sus famosas trampas.
La Sexta desenvainó dos largos cuchillos de combate.
El Séptimo sacó una espada el hombre; un arco la mujer.
La Octava sacó una lanza y sus copias imitaron el movimiento.
La Novena empezó a colaborar con el Cuarto para hacer trampas.
El Décimo dió ordenes a sus perros.
El Onceavo se coordinó con el Cuarto.
Y el Doceavo se rio maniáticamente.

Todos atacaron a la vez. se acercaron al hombre rubio y empezaron a atacar. Atacaban velozmente. Atacaban con fuerza. Atacaban con astucia. Pero el hombre rubio lo esquivaba todo. Sonreía. Sin embargo, al cabo de un rato su sonrisa se volvió forzada. Tuvo que usar su brazo derecho para bloquear algunos ataques. Quiso empezar a atacar, pero no pudo. No le dejaban espacio. De repente, todo acabó. Un dardo del Primero voló, y se clavó profundamente en su sien.

Una onda expansiva empujó a los Doce hacia atrás. El cielo se volvió rojo, y una voz revestida de furia y odio, un odio profundo e irracional, resonó en el Coliseo.
-¡NOS... VOLVEREMOS... A VER!

Y el cielo volvió a se azul, y todo quedó en silencio.


martes, 12 de agosto de 2014

Aviso

Este es  un blog de historias. Si no te interesan, mejor vete.
Eso sí, si te quedas, iré escribiendo nuevas historias con el tiempo.
Pero las historias NO serán constantes. No habrá una historia todos los martes, por ejemplo, sino que vendrán según pueda escribirlas o se me vayan ocurriendo.