miércoles, 13 de agosto de 2014

Nacidos para la gloria.

Esta será una primera historia. Creo que estará bien para empezar.
Espero que os guste.


Era un caluroso día de verano en el Coliseo. Toda la ciudad de Yurth hervía de expectación por el espectáculo que ese día acontecería. Y no sin razón, pues ese día luchaban lo Doce Grandes; así se llamaba a los doce grandes campeones invictos que ese día iban a luchar. 

El más famoso de los Doce, al cual le llamaban el Primero, era un hombre de pelo negro y ojos azules. No se conocía ni su lugar de origen ni su nombre, pero era famoso por la indiferencia con la que recibía las brutalidades del combate.
La siguiente en la lista era Ynenia, la Segunda, conocida por la atracción que sentía hacia el Primero, era una mujer alta, ágil, de pelo largo que recogía en dos coletas. A ella y al Primero se los conocía como el Dueto de Guerra.
El Tercero era un hombre pelirrojo, que llevaba un largo abrigo que le tapaba la cara, era famoso por el blindaje que usaba debajo del abrigo, el cual le hacía casi invencible.
El Cuarto era conocido por su magistral combate contra Yrsth el Ocultista. Lo había derrotado siguiendo las pistas que recibía de él, y al final había desmantelado su ilusión con un golpe certero.
El Quinto era el más joven de los Doce. Tendría unos diecinueve años y se lo conocía por su habilidad para crear trampas con las que mataba o incapacitaba a sus rivales.
La Sexta era alabada como a una diosa, por su habilidad ocular, que le permitía ver en un radio de 360º alrededor suyo, lo cual la hacía inmune a los ataques por sorpresa.
El Séptimo era, por una excepcional excepción, una pareja de hombre y mujer, que luchaban por amor y por salir adelante.
La Octava era famosa por su habilidad de crear versiones ilusorias de sí misma, para confundir a sus rivales.
La Novena era una mujer alta, de pelo largo, gran experta con los explosivos. Se había batido en duelo con el Tercero. El duelo quedó en empate, con un doble K.O.
El Décimo era el más viejo de los doce. Tenía un gran bigote y poco pelo. Para luchar usaba a sus perros entrenados, los cuales había modificado anatómicamente para que tuvieran dientes de metal.
El Onceavo era un hombre de baja estatura, un experto en la observación y la astucia, siempre atacaba en el momento justo.
El Doceavo era conocido por su extravagancia. Si bien tenía un físico temible, usaba una extraña máscara que simulaba un ojo, lo cual no dejaba de ser irónico, ya que era ciego y se guiaba por lo que oía.

Ese día en el Coliseo, todo el mundo estaba ansioso por ver quién era el mejor de los Doce. No sospechaban que todo el combate se les saldría de control muy pronto.

Los Doce se situaron en posición, en circulo. El árbitro, se colocó en su estrado y un cuerno, seña de inicio del combate.


De pronto, todos se movieron en distintas direcciones. El primero en caer fue el Tercero, abatido por un certero dardo del Primero, qué se coló por entre su blindaje.
El Dueto se movió con velocidad para protegerse y organizar una estrategia, mientras la escaramuza entre el Doceavo y la Novena daba a su fin. La Novena quedó tirada e el suelo, con un ensangrentado corte en el estómago.
El Décimo fue abatido por la Sexta, que usando su amplia visión, esquivó a sus perros y le lanzó un cuchillo.
Un ejército de Octavas se enfrentó directamente con el Cuarto, que usó bien las pistas que tenía para descubrir a la verdadera. La ilusión se deshizo en una nube de humo.
El Doceavo atacó al Dueto, el cual estaba debilitado por un choque con el Quinto, en el cual ninguno murió pero ambos salieron perjudicados. Hábilmente Ynenia le lanzó un hacha que rompió su mascara de ojo.

Solo quedaban siete combatientes cuando todo se salió de control.

Un rayo cayó, desde un cielo absolutamente despejado. El rayo fue tan potente que dejó un cráter en la arena y levantó una gran polvareda.
Cuando la polvareda se despejó, todos pudieron ver a un hombre de pelo rubio, alto, que llevaba implantes mecánicos en el brazo derecho y en la pierna izquierda. El hombre sonreía ligeramente.
De pronto, juntó las manos y pareció concentrarse. El aire crepitó, y cinco rayos rojos se dispararon contra los combatientes caídos. Milagrosamente, se levantaron, abrieron los ojos y dejaron de sangrar. Sus heridas se cerraron.

El hombre aplaudió y sonrió más ampliamente. Separó los brazos y empezó a hablar.
-Saludos, combatientes-dijo- Hoy todos habéis peleado asombrosamente. Habéis demostrado ser dignos de vuestro titulo de los Doce Grandes. Sin embargo, mis superiores han decidido que sois un peligro y que debo destruiros. No os preocupéis, no os mataré tan rápido. Hoy me quiero divertir: no usaré mi brazo derecho- dijo, mientras ponía su brazo mecánico en su espalda.

Los Doce se miraron y asintieron ligeramente. Entonces todos pasaron a la ofensiva.
El Primero sacó varios dardos de su bolsa y se los colocó en las manos.
La Segunda desenvainó una espada de un filo.
El Tercero sacó una maza de debajo del abrigo.
El Cuarto se puso a organizar a los combatientes.
El Quinto sacó sus alambres y sus interruptores, armando una de sus famosas trampas.
La Sexta desenvainó dos largos cuchillos de combate.
El Séptimo sacó una espada el hombre; un arco la mujer.
La Octava sacó una lanza y sus copias imitaron el movimiento.
La Novena empezó a colaborar con el Cuarto para hacer trampas.
El Décimo dió ordenes a sus perros.
El Onceavo se coordinó con el Cuarto.
Y el Doceavo se rio maniáticamente.

Todos atacaron a la vez. se acercaron al hombre rubio y empezaron a atacar. Atacaban velozmente. Atacaban con fuerza. Atacaban con astucia. Pero el hombre rubio lo esquivaba todo. Sonreía. Sin embargo, al cabo de un rato su sonrisa se volvió forzada. Tuvo que usar su brazo derecho para bloquear algunos ataques. Quiso empezar a atacar, pero no pudo. No le dejaban espacio. De repente, todo acabó. Un dardo del Primero voló, y se clavó profundamente en su sien.

Una onda expansiva empujó a los Doce hacia atrás. El cielo se volvió rojo, y una voz revestida de furia y odio, un odio profundo e irracional, resonó en el Coliseo.
-¡NOS... VOLVEREMOS... A VER!

Y el cielo volvió a se azul, y todo quedó en silencio.


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