martes, 11 de agosto de 2015

El espíritu de perversidad.

"Si examinamos con detención estos y otros actos,
veremos que solo derivan del espíritu de la perversidad.
Las realizamos porque sentimos que no deberíamos hacerlas.
En ningún caso existe una explicación inteligible."
Edgar Allan Poe, El espíritu de perversidad.





La Casa Blanca, EEUU, algún momento del futuro.

El presidente estaba en una junta de gobierno con sus líderes militares. La guerra había empeorado, y estaban en medio de una acalorada discusión.

-¡...there's no other option!¡We have to do it!

Un silencio sepulcral reinó en la sala. El Presidente, con una cara que anunciaba muerte, se levantó. Cuidadosamente, giró la perilla de uno de los cajones, moviendo la cubierta del mismo hacia un lado, revelando un panel digital. El Presidente colocó su mano en el panel, que a su vez escaneó su mano, para deslizarse hacia arriba, dejando al descubierto un mapa digital, que se elevó gracias a un brazo robótico que lo desplegó sobre la mesa.

Era un mapamundi.El Secretario de Estrategia, con una palidez cenicienta en la cara, seleccionó tres lugares en él y retrocedió. Entonces, cada uno de los líderes pronunció una contraseña secreta, cada uno una combinación de letras y números de más de quince dígitos, que tenían que aprenderse de memoria y no tenían permiso para escribir. Jamás.

-It's done.

El silencio se convirtió en una atmósfera de muerte pesada como una barra de plomo.

Algún lugar de Eurasia, algún momento del futuro.

La ciudad celebraba. Si, había guerra, pero era neutral, y recibía refugiados de ambos bandos. Era Año Nuevo, así que la ciudad celebraba y lanzaba fuegos artificiales, anunciando su alegría al mundo.

En un tejado cercano, dos jóvenes descansaban allí. Estaban sentados, conversando, y disfrutando de los fuegos artificiales y de la mutua compañía.

No se dieron cuenta del misil, que como un rayo, cayó confundiéndose con los fuegos artificiales.

Al chocar con la tierra, en medio de la plaza municipal, destrozando algunos bancos, y a las personas que estaban sentados en ellos.

Lo primero que llegó al techo donde estaban los dos jóvenes fue la radiación. Tan rápida como la luz, los átomos destrozados por la detonación inicial de la bomba soltaron sus electrones, lanzándolos en todas direcciones, desbaratando y destrozando otros átomos. Eso causó una reacción en cadena que expandió la radiación a velocidades inimaginables.  La oleada de electrones chocó contra los jóvenes, causando daños en su cuerpo a nivel molecular.

Lo segundo que llegó al techo fue la onda sónica. Un estruendo que parecía capaz de sacudir el mundo hasta sus cimientos, les empujó con una fuerza intensa, dañando algunos de sus huesos y sus tímpanos.

Lo último que llegó fue la explosión en sí. Una ola de fuego, calentada artificialmente por la energía liberada por la destrucción de los átomos (que liberó cantidades enormes de energía calórica), quemó su piel, dejando a la vista músculos y huesos en apenas una décima de segundo.

Y todo ese tiempo, solo pensaban ¿Por qué? ¿Por un trozo de tierra que hubieran podido compartir? ¿Por unas pocas toneladas de minerales y petróleo, completamente innecesario, iban a reducir miles de vidas a cenizas? ¿Por qué a ellos, que nada tenían que ver con ello?
Eso pensaron, en las últimas décimas de segundo de sus vidas.

Y luego, todo fue oscuridad.

lunes, 4 de mayo de 2015

Tengo frío.

Uno, dos. Uno, dos.
No se que estoy haciendo.
Me tambaleo.
Camino.
Me duelen los pies.
Tengo frío.
¿Qué estoy haciendo?
¿Por qué estoy descalzo?
No lo sé.
Solo sé que debo seguir avanzando.
¿Por qué tengo lo ojos cerrados?
Los abro. Y el paisaje me quita el aliento. 
Altas torres, mas altas que lo que el ojo puede ver.
Amplios descampados cubiertos de nieve.
Montañas a uno y otro lado. 
¿Cómo he llegado aquí?
No lo sé.
Solo sé que debo seguir avanzando.
-¿Por qué sigues caminando?
La voz me sobresalta. Pensé que estaba solo.
Miro a uno y otro lado. No veo a nadie. Pero la voz continúa sonando, implacable, con un sonido frío y pesado como una placa de hielo.
-Solo eres un simple humano ¿Qué te hace pensar que puedes conseguirlo? ¿Por qué no simplemente abandonas?
Por alguna razón, la sola idea de abandonar hace que apriete los dientes. 
-Puede que tal  vez solo sea un humano, como tú dices. Sin embargo, yo soy un idiota. Un idiota que, sin importar lo bajas que sean las posibilidades, mientras no sean de cero, no abandonará.
Una risa glacial resuena. Sigo sin encontrar la fuente.  De hecho, ni siquiera se de donde salen las palabras que acabo de pronunciar.
Y sigo caminando, ajeno a todo, incluso a esa voz glacial.
Sigo caminando, sin importar que esté descalzo, que tenga frío, que me duelan los pies, sin inportar que me tambalee.
Camino, contra toda posibilidad, hasta que noto que choco contra algo duro y tibio.
Entonces caigo al suelo, y no recuerdo nada más.

miércoles, 15 de abril de 2015

Los descampados.

"Los descampados. Lugares inhóspitos, secos y arenosos. No hay vida allí. Al menos en ciertos mundos. En algunos, como el nuestro, si puede haber vida. Unas malas hierbas por ahí. Aquí, unas ratas de campo. Puede que no sean formas de vida muy agradables, pero es vida, al fin y al cabo.

Hay mundos en los que no es así. En algunos, mundos, los descampados son señas terribles, cicatrices de un mundo desolado. En algunos mundos, los descampados son áridos como el desierto, duros como montañas. Nosotros tenemos suerte.

Hay mundos destrozados. Mundos donde la fuente de la vida se agotó años atrás, ya fuese el hidrógeno o cualquier otro elemento. Mundos donde no ha habido vida en miles de años. Mundos que han olvidado lo que es sentir pisadas, presión sobre su suelo. Mundos donde solo creaciones antiguas de seres aún más antiguos, permanecen intactas al paso del tiempo.

En algunos mundos, las casas son maravillosas. Son amplias personificaciones dela maravillas, gigantescos monumentos a la inteligencia de una raza. Ni siquiera soy capaz de describirlas. Sólo puedo intentarlo. Torres que suben hasta las nubes, haciendo ondear al viento estandartes raídos que ya no hay quien los observe. Casas de muchas habitaciones repletas de maravillas, repletas de extraños objetos con usos que no podemos adivinar. Lámparas que brillan con brillantes luces azuladas, condenadas a mantenerse encendidas por toda la eternidad por dueños a quienes la muerte no les dio tiempo siquiera de apagar la lámpara, de poner sus asuntos en orden antes de despedirse y traspasar la línea que todos debemos traspasar algún día, y a través de la cual es imposible mirar. La línea de la muerte, la desconocida, la única frontera infranqueable para los vivos."

"¿Cómo sabes todo esto?" Me pregunta.

"¿No es obvio? Lo he visto" Le respondo.

"¿Dónde?" Me vuelve a preguntar. Parece tenso.

"Lo he visto." Levanto un dedo y se lo apoyo en la frente. "Aquí"

Parece hartarse. Cierra los ojos con fuerza y suspira. Poco a poco se levanta. Yo lo observo, sin decir nada. Pasa unos minutos de pie, quieto, como meditando.

De pronto, se va sin mirar atrás.

Me siento y, aburrido, me pongo a observar la habitación de mis casa, en nada comparables a las habitaciones de mundos lejanos. Entonces me doy cuenta de una cosa. En la mesa, donde se ha apoyado para levantarse, hay una nota.

Con curiosidad, la levanto. Está doblada varias veces. Con cuidado de no romperla, la desdoblo lentamente.

En ella hay escritas dos palabras.

"Lo siento"

Entonces un estruendo, más fuerte que cualquiera que haya escuchado en mi vida. Un temblor sacude la tierra, y una ola de calor me golpea como un puñetazo. No reacciono. Un instante antes de que una onda expansiva reduzca las paredes a un polvo rojo que se eleva en espiral hacia el cielo, un instante antes de que un calor insoportable funda mi carne y mi sangre en vapor, doy un pequeño paso hacia adelante, preparándome para cruzar la línea.  La línea de la muerte, la desconocida, la única frontera infranqueable para los vivos.


domingo, 12 de octubre de 2014

Faz y Dral (Capítulo 2)

Faz y Dral caminaban juntos por las sombrías calles de Shaderburg. A pesar de que era verano y los días eran cada vez más calurosos, las sombras que pasaban continuamente por allí, y oscurecían el ambiente. Caminaban por una calle que parecía ser de mercado, pero no se podía saber a ciencia cierta, puesto que la gran cantidad de sombras que pasaban por allí oscurecía el suelo de tal manera que no se distinguía si había tiendas o no.

Al rato, llegaron a un antiguo edificio, que parecía abandonado, y entraron. Después de ascender varios pisos, y sin encontrar a nadie, Dral pudo notar cómo su compañera se ponía en tensión. El frío aumentaba, a pesar de que o parecía haber sombras por allí.

Al llegar al séptimo, se detuvieron. Notaron el olor dulzón de la carne podrida. Y unos ojos se iluminaron con una luz negra, desde el otro extremo de la habitación.

La habitación estaba en peor estado que el resto de la casa, lo que ya era un decir. Hilillos de escarcha recorrían las paredes. Los muebles estaban rotos, y las paredes, resquebrajadas. Parecía que hubiera habido un terremoto. Pero lo peor era la figura negra que se erguía al centro de la habitación.

Parecía evidente que no era una sombra, ya que se distinguía que, a diferencia de las sombras, tenía profundidad. Sus ojos eran negros pero, extrañamente, brillaban.

Llevaba un arco largo de cuerno, y unas flechas de un metal negro e inquietante, y una espada igual. Iba envuelto en telas, de manera que no se veía la cara. A sus pies había una extraña forma negra.

Dral estaba pálido y, cuando Faz quiso dar un paso adelante, alargó una mano para detenerla. Poco a poco, el rostro de Dral adquirió una determinación férrea. Y entonces ocurrió lo impensable.

Dral sostuvo en alto su largo bastón, y lo rompió a la mitad, con las manos. Y uno de los trozos del bastón se endureció, hasta convertirse en metal, un metal duro y resistente. Una espada.

Dral atacó, a la velocidad del rayo, pero la sombra lo esquivó. Se apoyó en la pared con un pie, y saltó hacia delante, dejando una marca en el suelo da piedra al rozarlo con la punta de la espada.

La sombra levanto una mano, envuelta en telas, en un gesto elegante, casi perezoso. Y detuvo la espada. Pero nada mas hacerlo, sonó un siseo, y un resonar, como el de una campana. Y la sombre se retorció de dolor. Parte de su cuerpo estaba en llamas. Y entonces, desapareció.

Dral se sentó, y se apoyó en la pared. Parecía viejo y cansado.

Viajando hacia el norte

En el piso bajo de un bus, viajando hacia el norte, un chico escuchaba música mientras escribía en un pequeño ordenador portátil. Sus dedos apretaban con fuerza las teclas; parecía enfadado por algo. Llevaba unas gafas negras, gafas de ver, no gafas de sol. Tenía los ojos marrones y verde oscuro. Y estaría por el metro sesenta. Tenía el pelo castaño claro largo hasta los ojos. Llevaba puestos unos vaqueros azules, y una camiseta blanca del Jardín Botánico de Rio. Encima llevaba una chaqueta gris oscuro, y llevaba también unas zapatillas negras, con cordones blancos. Escribía, concentrado en lo que tenía delante. Dejó de escribir y miró por la ventana. Reclinó el asiento y se puso a pensar. Al cabo de un rato se enderezó, y siguió escribiendo.

Flores de invierno al anochecer,
sangre plateada a la luz de la luna.
Piedra y arroyo,
hueso tieso.

Siguió escribiendo, concentrado en la pantalla y no en el frío que le trepaba por los pies. Escribía canciones de luna. Historias de verano. Escribía sobre Krish, y sobre Faz, y sobre Dral. Y se preocupaba por la falte de ideas que tenía en la cabeza. No podía entender si realmente estaba escribiendo, o si solo era un sueño, una quimera. Entendía historias en su cabeza, pero no era capaz de sacarlas de allí. Pero lo intentaba. Y a veces lograba algo. No siempre. Y se preocupaba.

Trueno blenco,
piedra negra,
luna nueva en la ribera.
Arce. Mayo.

Podía entender casi todo, pero no lo suficiente. Y aun así, se preocupaba. Aún estado sentado, se cansaba. Aún estando vivo, no se sentía vivo. Necesitaba... algo. Cualquier cosa. Aunque fuera malo. Necesitaba algo que lo hiciera empezar a vivir. Necesitaba un empujón. Necesitaba muchas cosas. Tal vez, simplemente tuviera mala estrella. Así que escribía, tratando de encontrar y, a veces, de buscar.

Perlas en el cielo nocturno.
Voces de grillos bajo los largos brazos de los árboles.
Adormilados suspiros bajo las estrellas.
Crujido de botas en la maleza.

lunes, 6 de octubre de 2014

En los riscos

Era media tarde. La luz rojiza del sol se escapaba por detrás del horizonte, y teñía las nubes de rosa. Una tenue brisa soplaba, tenue como un susurro, entre los árboles cargados de verdes y bonitas hojas. Allí, cerca de un pequeño lago, reposaba una casa hecha con maderas recogidas y almacenadas durante años. Una hachuela reposaba encima de un tronco, y delante de la casa, una pequeña tienda de campaña hacía las veces de despensa. Allí, delante de la casa, un agujero para el fuego y las piedras colocadas alrededor de él parecían esperar el calor de un fuego que se encendería pronto. Hacía un día precioso.

En unos riscos cercanos, un muchacho se sentaba de cara al gigantesco bosque que se encontraba unos cientos de metros más abajo. Se llamaba Jun. Había escogido cuidadosamente ese nombre, cuando se lo cambió, tiempo, y lugares atrás.

Jun era un poco extraño. Tenía un pelo negro, podías ver desde lejos. Pero cuando te acercabas y veías el sol iluminándole la cabeza, veías que era de color castaño claro. Sus ojos eran parecidos. Mucho tiempo atrás, un inteligente maestro que tuvo los llamaba "ojos grises". En aquel tiempo, vivía muy lejos, en un lejano lugar donde el viento nunca se detenía, y estaba casi siempre nublado. Años más tarde, había vivido en un pequeño pueblo cerca de la selva, en la playa, y los lugareños lo llamaban "ojos de oro", por el tono verde de sus ojos, con un circulo amarillo alrededor de la pupila. Y ahora, en aquel entorno mayormente verde y rojo, color de las rocas de por allí, sus ojos eran una especie de combinación entre color cobre y verde intenso.

Jun estaba sentado, con las rodillas debajo de los brazos, mirando el bosque. Al lado de sus pies había una caja de lápices, de distintos colores, y un cuaderno grande y voluminoso, repleto de dibujos. Un atardecer. Un lobo corriendo bajo la luz de la luna. Un árbol. Una chica, se podría decir de su edad, con el pelo largo y liso, de color negro, y unos ojos oscuros y profundos, como un pozo a la luz de un pálido amanecer.

Unos metros más allá, una muchacha, claramente la retratada en los dibujos, estaba de pie, mirando a Jun. Parecía pensar en algo muy lejano, aunque se notaba que prestaba atención a lo que veía. La curva del cuello de él. Como su pelo se balanceaba suavemente con la brisa. El tenue roce de tela contra tela cuando Jun movía suavemente las piernas. Al menos, eso era lo que parecía. Pero en sus ojos había algo más. Una intensidad extraña. Un contrapunto en su rostro tranquilo. Como una mácula en un trozo de hielo limpio. Y un pequeña luz, tal vez de esperanza, encendida en su mente.

Ya casi había anochecido cuando un pájaro, tal vez un estornino, silbó y los sacó a ambos de su ensimismamiento. Se tomaron de la mano, y , juntos, caminaron hacia la cabaña. 

martes, 30 de septiembre de 2014

Pesadilla

No soy capaz de decir si estoy despierto o dormido, si vivo o muerto. Floto en un aura de paz y tranquilidad recubierta de angustia y desesperación. Soy incapaz de notar si estoy apoyado en algo o si, en cambio, estoy flotando sin tocar el suelo. Soy incapaz de notar si tengo los ojos abiertos o cerrados, de hecho, no puedo mover ni un solo músculo. Floto en un pequeño vacío pesado como el brusco silencio de un conversación interrumpida. Mis músculos, tensos y relajados a la vez, están paralizados. Noto mi pelo rozándome la cara, ligero como el aliento. ¿Es esto la muerte? Porque no es tan desagradable como había pensado.

Entonces vienen los sonidos. Susurros en la oscuridad. Golpes. Interminables gritos y gemidos que me dañan los oídos, pero no puedo mover las manos para tapármelos. Solo puedo quedarme allí, escuchando. Escucho voces, las de mis compañeros. El sonido de tormentas y rayos. El interminable sonido de golpes de carne contra carne. Pero ninguno de esos sonidos me perturba tanto como la risa que resuena en mis oídos. Y luego, nada.

Entonces es cuando empiezo a vislumbrar algo. Una luz. Pienso que se ha encendido, pero son mis ojos los que la despiden. Lo puedo ver todo con claridad, como si fuera de día. Estoy...¿Tirado en el suelo? Puedo ver una de mis manos, extendida en un angulo extraño frente a mí. Puedo notar la áspera tierra bajo mi mejilla. Escucho el ruido de un trueno lejano. Y empiezan las pisadas. Bum-bum. Bum-bum. Pienso que es el latido de mi corazón hasta que, contra el antebrazo que tengo doblado debajo del pecho, puedo notar que no late. Bum-bum. Bum-bum. Empiezo a notar que el sonido viene de fuera. Golpes. Fuertes golpes de zapatos de montaña contra un suelo de tierra. Y empiezan los cánticos. Cánticos que he escuchado en alguna parte antes, pero que no puedo recordar dónde, Sea como sea, los cánticos me producen un terror oscuro e irracional.  Veo como una cara de pelo negro y ojos negros se cierne sobre mi, llenando mi campo de visión e impidiéndome ver nada más.

Lo siguiente que noto es que me han dado la vuelta, y puedo ver el cielo. El terror sigue aturdiéndome, y tardo unos segundos en darme cuenta de que estoy gritando, y unos segundos más en parar. Ahora que mi grito, largo y antinatural se detiene, puedo notar un sonido extraño, el sonido de un trueno silencioso. Entonces veo que ya no estoy mirando hacia arriba. Estoy mirando hacia abajo, desde una altura de unos dos metros.  Puedo ver hacia todas direcciones a la vez. Y puedo ver muchas cosas.

Veo a mis compañeros, tirados en el suelo. Veo brillantes figuras, que corren de un lado para otro. Veo pájaros gigantes que emiten horribles chillidos. Veo brillantes animales envueltos en harapos, cantando antiguas canciones. Veo antiguos espíritus, observando desde los árboles. Veo un cielo blanco como el papel, con una brillante luna negra en medio. Y veo brillantes espejos de sangre, que muestran horribles imágenes. Vuelvo a gritar, agarrándome la cabeza con las manos. Voy a enloquecer, o a morir...

Entonces abro los ojos y veo la esquina de la tienda de campaña en la que estoy acampando. Respiro lentamente, hasta que me sereno. Entonces me doy la vuelta, y sigo durmiendo.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Una tensión era respirable en el ambiente. La lluvia, fuera resonaba como el martilleo continuo de un herrero golpeando el hierro. Adentro, el fuego chispeaba y crepitaba con un sonido como el de la grava bajo los zapatos. Unas hojas de papel reposaban en una mesa, con diversos dibujos: un árbol bajo la luz de la luna, y el increíble color del pelaje blanco de un lobo bajo una cálida luz otoñal. En una repisa reposaba un viejo bastón de enebro, y en las sombras de detrás de la chimenea, se podía escuchar el silenciosos grito de un espada que estaba allí apoyada. En las estanterías, decenas, cientos, miles de libros se cuchicheaban historias al oído. Y, en un rincón de la habitación, un hombre se miraba las manos con aire cansado.

El hombre tenía el pelo amarillo como el sol, casi blanco. Sus ojos eran de un color azul profundo, como el de las aguas de un profundo lago en calma. Sus manos eran manos de inventor: manos fuertes, y firmes, de buen pulso, pero suaves, con unos gruesos callos en la yema de los dedos. Su ropa tenía un ligero tono grisáceo, como el de la nieve sucia. Su piel, del color de una grieta en el hielo, estaba cubierta de delgadas y pálidas cicatrices, que eran casi plateadas. Todas menos una. Podía pasar por sedentario, pero cuando tensaba los tendones de las manos, los músculos de los brazos se le marcaban como cuerdas retorcidas.

Al menos esto era lo que se podía ver a simple vista pero, si lo mirabas bien, notabas algo especial. Llevaba unas botas altas de piel blanda, por ejemplo. Pero si lo mirabas de reojo, y estaba bajo la luz adecuada, veías algo totalmente diferente.

Veías un pelo no amarillo como el sol, sino un pelo que brillaba, casi como el mismo sol. Veías unos ojos azul marino, cuyo iris se movía con un movimiento hipnótico como el de las aguas del mar. Y veías también músculos firmes como la piedra, duros como el acero. Veías palabras de poder brillando, y balanceándose, en sus manos.

Pero si tenías una mente especial, el tipo de mente que realmente ve lo que mira, tal vez hubieras podido notar algo no del todo humano en aquellos ojos. Tal vez pudieras notar un peso en sus hombros, como si un trueno reposara sobre ellos. Y quizá incluso vieras el ligero resplandor que rodeaba todo su ser. Tal vez vieras arcaicas runas, inscritas en su piel como con fuego.

Y quizá incluso podías ver el peso espiritual que tenía en lo que le rodeaba, si puedes imaginarte un peso construido con tormentas, terremotos, y metal fundido.

Y si de verdad eras alguien especial, alguien como Krish, Feantr o el viejo Nil, veías incluso más. Veías grandes llamas de poder, que reposaba e su frente como una estrella blanca. Llamas pesadas como el plomo. Llamas ligeras como el humo. Llamas rojas y negras. 

El poder de un dios.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Bajo una oscura luna crepuscular

Recuerdo pocas cosas de aquel lejano día, bajo una oscura luna crepuscular, en el río Therth, en los lejanos Páramos Invernales. Como yo, arrastrándome por las estepas encontré un pequeño río, y me detuve a beber. Recuerdo pocas cosas de aquel lejano día, bajo una luna oculta detrás de las montañas, más que una tensión, y un sentimiento, ligeros como la neblina que se crea cuando el agua hierve.

Bajo la oscura luna crepuscular, recuerdo cómo saqué mi laúd, y cómo toqué muchas canciones. "Versado en el crepúsculo". "El martillo y el hierro". "El anciano del camino". "Sentado junto al agua, recordando". "El viento". Estaba tocando "Humo y Rayo", cuando escuché una voz que se unía con la mía, girando, golpeando como los rayos de una tormenta de verano. Ascendiendo y descendiendo como las olas del mar.

Recuerdo como busqué y busqué, sin descanso, el origen de aquella voz hermosa, y no la encontraba. Recuerdo como incluso, traté de engatusarla como un poema:

¡Oh, dulce voz que en los Páramos cantas!
¿Podrías responder a mi llamada?
¿Podrías mostrarte ante mí
para así yo poder presentarte mis respetos?
¿Podrías revelar cómo es que cantas tan hermoso,
...

No me extraña que el poema no la engatusara, ya que no era muy bueno.

Pero recuerdo como si fuera ayer como, desesperado busqué aquella voz, como un relámpago buscando su trueno. Como corrí, frenético, de un lado a otro, tratando de encontrar.

Pero no era capaz, no fui capaz de encontrarla. Recuerdo como, desesperado, me eché a llorar. Y sí, lloré aquel día, y he llorado muchos días desde entonces, por la voz perdida que no se puedo encontrar.

Y finalmente, recuerdo cómo me senté debajo de un árbol, y toqué. Toqué, intentando no recordar, hasta que caí dormido.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Faz y Dral (Capítulo 1)

La pequeña sombra Faz caminaba (o se deslizaba) por un antiguo sendero, un sendero de héroes y reyes.

Faz era una sombra que, como a ella misma le gustaba definirse, tenía dos caras. Una era una cara risueña, pícara, y juguetona. La otra era una cara seria, sombría, y regia, que mostraba cuando era necesario.

En aquel antiguo sendero, conoció a un curioso personaje, un viajero incansable que había visto muchas cosas. Había visto los cristales flotantes de las islas Urururuoa. Había visto los viejos y ancestrales puentes de viento en el lejano país de Khárdor, al otro extremo de las montañas Encrespadas. Incluso había visto a los dragones volar por el cielo en las Guerras de la Creación.

Se llamaba Dral. Tenía el pelo negro y encrespado, casi se podría decir que era azul marino. Sus ojos eran de muchos colores, rojo, negro, verde, amarillo. Llevaba unja capa de viaje negra y morada, que envolvía un cuerpo enjuto y nervudo. Caminaba apoyándose en un bastón de fresno, aunque seguramente no lo necesitaba. Iba canturreando una canción que ya era vieja cuando el viejo Nil era joven:

Caminando por el camino,
viendo los árboles pasar, 
viendo a los pájaros montar el viento,
me doy cuenta de pronto
de mi propia mortalidad.
Y cuando quiero parar a descansar,
me apoyo en mi bastón de hueso,
y recupero viejos tiempos,
de mi antiguo y brioso pasear.

Cuando se cruzaron en el camino, a Dral no le pareció extrañarle lo más mínimo que una sombra caminara sin cuerpo que la proyectara. En aquellos tiempos y aquellos lugares, era bastante común.

Y una de las particularidades de Dral era que había días en los que solo podía hablar en verso, y además no te entendía si no le correspondías correctamente. Así que saludó de esta manera:

¡Hola!
¿A dónde vas,
tan tranquila y silenciosamente,
pequeña sombra,
si puedo preguntar?
Más si detenerte puedes,
no dudes más,
¡para junto al camino,
y tengamos un delicioso almuerzo,
que el día no apremia!

A lo que Faz respondió:

¡Hola!
¿Puedo preguntar
si eres Dral?
¿O eres acaso 
algún poeta fustrado
que ya no pudo hablar
más que en verso?
Si bien mi día no apremia,
me gustaría
cuanto antes llegar
a la capital de mi gente,
Shaderburg,
y si bien me encantaría
ese prometido almuerzo,
tarde no quiero,
a mi cita llegar.

Dral se rió, encantado, y respondió:


¡Si!
Has acertado,
puesto que Dral soy yo,
y como yo no hay otro,
mas, ¿quién sabe?
A lo mejor 
un poeta frustrado
resulto ser.
Y si a Shaderburg quieres llegar,
problema no tengo en acompañarte,
y conversación darte,
además ando buscando compañeros,
y aventuras que vivir,
así que si no tienes problema,
te acompañaré sin dilema,
y ¿quién sabe?
Si te acompaño,
después de todo lo que he caminado
¡juntos, tal vez,
encontremos aquello
que tanto habíamos deseado!

Contenta y pícara, Faz respondió:

Entonces,
si problemas no hay,
y si de todas formas hemos de caminar,
acompañarme no te impediré
y, tal vez, 
aventuras vivamos.
Así que
¿por qué no?
Caminemos juntos
a Shadeburg
y allí 
seremos,
(o quizá somos ya)
grandes amigos.

Y así empezaron las aventuras de Faz, y Dral, que durarían mucho tiempo, y que quedarían grabadas en muchas historias y cuentos infantiles de aquel pacífico reino.