miércoles, 27 de agosto de 2014

¡DESAPARECIDO!

No llores mi muerte.

Encerrado en una pequeña celda, mi mente se remueve y grita, encerrada en una prisión peor que la que retiene a mi cuerpo. Y, poco a poco, mi mente me hace recordar cosas que no quiero recordar.


Una lluvia de flechas. La espada, azul brillante, que me pesa en el brazo. Los ruidos y gritos de dolor de muchos hombres. La armadura que me pesaba en el cuerpo. El gusto metálico de la sangre en la boca. Y mi compañero del alma, allí tirado, atravesado por una flecha que eludió sus defensas. Sus ojos se están cerrando; ya casi no queda vida en el. Lo levanto a pesar de lo cansados que están mis brazos, y salgo corriendo. Si llego a tiempo, los hechiceros de la reina Sahl podrían salvarlo.

Cuando llevo medio minuto corriendo, escucho como susurra levemente:
-Debes... dejarme ir
Un momento después, me vuelve a susurrar.
-No llores mi muerte.
Y noto como su conciencia se va desvaneciendo en el vacío.
Desesperado, lo alimento con mi propia energía, en un intento de mantenerlo con vida hasta encontrar a un hechicero que lo cure.
Pero la hemorragia no se detiene. Y su conciencia se desvanece.

Oscuridad. Vacío.
Desaparecido.
¡Desaparecido!
¡DESAPARECIDO!

Un aullido de dolor, ancestral y lleno de furia y odio, sale por mi garganta y se esparce por el campo de batalla. Todo lo que está a menos de tres metros de mí salta por los aires. Me lanzo contra los salvajes Srgho, dispuesto a hacerlos pedazos.
Y entonces, nada. Dolor. Me caía.

Despierto en la celda, solo.
¡Solo!

Y lo peor son los ojos negros del hombre alto, delgado, pálido, y de pelo negro, que me observan por el ventanuco de la celda.

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