miércoles, 27 de agosto de 2014

Tam

Era una fresca mañana de otoño; las hojas, amarillas, rojas y naranjas, caían con un susurro imperceptible, creando a su vez un inigualable espectáculo de colores en el suelo. La brisa, implacable, meneaba los arboles de un lado a otro, haciendo así que la lluvia de hojas resultara interminable, así como su espectáculo y, desde las sombras del ala del techo de una casa, un hombre observaba todo esto atentamente.
El hombre tendría unos veinte años. Su pelo era del color de la tierra donde había nacido; un interminable campo de amarillo, salpicado de manchas castañas. Sus ojos reflejaban la luz como un espejo y, con el espectáculo de hojas, sus ojos parecían un caleidoscopio; un espectáculo de luces equiparable a la ‘lluvia de hojas’ que había afuera. Llevaba ropa humilde, pero bien hecha. De pronto, una voz hendió el aire:
-Tam, ¡¿dónde diablos estas?! ¡Hay trabajo que hacer!
El hombre sonrió y se acercó al hombre que había gritado. Era un hombre de  unos cuarenta años, con el pelo canoso y barba rala.
-Ahí estas, Tam, maldita sea. Esos barriles de vino no van a sacar patas y meterse caminando en la despensa así que, ¡andando!
- Ya voy, ya voy- dijo el tal Tam. Se acercó a la puerta de la posada y agarró uno de los barriles, lo tumbó y lo hico rodar para llevarlo a la despensa. Cuando llegó a la escalera,  lo levantó, bajó y lo puso en los soportes. Repitió la operación hasta que no quedó ningún barril fuera de la despensa. Cuando terminó, fue a la barra y comenzó sus tareas diarias; limpió la barra, ordenó las botellas de licor, colocó las mesas y las sillas en orden y lavó los platos y los vasos sucios del día anterior. Cuando terminó, ya era la hora de la comida, así que puso la carne al fuego, fue al pozo a por agua y lavó y cortó unas verduras. De pronto, el tintineo de la campanilla de la puerta alertó de visitantes; tres hombres entraron, se sentaron y pidieron la comida con un ‘lo de siempre’. Como Tam había previsto esto, fue a la cocina y volvió con tres platos de estofado apoyados en los brazos. Los sirvió, sirvió la bebida y los hombres empezaron a discutir algo que ya parecían llevar discutiendo un buen rato:
-No seas tonto, Hans, es obvio que no era un demonio
-¡Te digo que lo era! Ese mago idiota lo invocó, el demonio saltó y le pegó un mordisco en el cuello al otro
-Piensa, Hans, que si fuera un demonio, habría empezado a perseguir a ese mago mucho antes- respondió el otro
- Yo creo que Mel tiene razón; es obvio que no era un demonio-intervino un tercero- Ya sabes como de supersticiosa es tu gente
-¡Tú no te metas, Mat! He dicho que era un demonio y un demonio era. Si no me crees, pídele el final de la historia a otro- dijo Hans con el rostro enrojecido- ¡Y no te metas con mi gente!
De pronto la puerta se abrió. Un cuarto hombre entró a la posada y lanzó un grito de ‘lo que haya para mí’. Se sentó, con su plato de estofado delante, y dijo:
-A ver, de que estáis discutiendo tanto
-De que yo les estoy contando una historia, y estos dos imbéciles se empeñan en contradecirme-dijo Hans
-Pues entonces cuéntame esa historia y yo haré de mediador neutral-dijo el recién llegado
-Está bien-refunfuñó Hans- Bien, esta es una historia que no se sabe si pasó o no, solo se sabe que lleva pasando de generación en generación entre nuestra gente, el Pueblo de las Montañas.
Un día, un joven mago había ido a comprar materiales para su Academia en el mercado de la ciudad de Mirt, cuando notó que alguien le amenazaba con un cuchillo en la espalda. Se dio la vuelta muy lentamente, para no asustar al ladrón, cuando le vio la cara. Estaba pálida, y las venas se le marcaban como líneas púrpura bajo la piel. Pero lo más inquietante de todo eran sus ojos, tan negros que parecían tener sólo pupilas. Ya lo sabéis, eso significa que consumía una droga llamada Mennt, y no solo eso, su cara decía también que llevaba varios días sin probarla, por lo cual habría sido capaz de rebanarle el cuello a su esposa por unas monedas. Pues bien, el mago se dio cuenta de esto, y pronunciando tres antiguas palabras de poder, invocó un demonio que salt…

Todos se sobresaltaron cuando una súbita carcajada inundó la estancia, hasta el último rincón de la sala. Tam estaba apoyado en la puerta. Había escuchado la historia con curiosidad, pero aquella última parte le había parecido de lo más graciosa.
-¿Qué se supone que es tan gracioso?- preguntó Hans, con una furia contenida en la voz.
-Pareces tonto, chico. Los demonios no existen- respondió Tam.
Sumamente furioso, Hans golpeó en la mesa, volcando su jarra de cerveza, apartó su silla, lanzó unas monedas sobre la barra y se fue. Los otros lo siguieron poco después, cuando hubieron terminado y pagado sus consumiciones.
Y la cara de Tam delataba su mentira.
*
Esa noche, todo parecía normal. El posadero se fue a acostar y dejó a Tam a cargo, como solía hacer. Tam preparó todo para el día siguiente, como solía hacer. Dejó el cubo del pozo abajo para solo tener que subirlo para sacar agua, como solía hacer. Rellenó los barriles de cerveza de detrás de la barra, como solía hacer. Dejó unos vasos sucios en el fregadero, como solía hacer. Cerró las ventanas, como solía hacer. Pulió un poco la espada que estaba detrás de la barra, como solía hacer. Apagó la linterna de fuera de la posada, como solía hacer. Regó un poco el huerto, como solía hacer. Sin embargo, la noche no era como solía ser. Fuera de la posada, lejos de la mirada de Tam, la oscuridad se cernía alrededor como neblina, intangible e inquietante.


Más lejos aún, lejos del alcance de la agradable luz rojiza del pueblo, unas figuras se mueven en la oscuridad. Unas figuras que emanan oscuridad como el calor corporal. Son cuatro. Todas llevan armas: largas espadas negras, afiladas como el demonio e igual de inquietantes; largos arcos de cuerno y unas flechas con punta de un metal negro y afilado como el de las espadas. Sus ojos, vidriosos y negros como la pez, miran sin ver. De pronto, todas se detienen al unísono, como los engranajes de una máquina que se atasca. Se miran a los ojos, o dan la impresión de hacerlo. Todas las figuras, con un solo movimiento lento y antinatural, empiezan a girar sobre sí mismas. Un torbellino negro se cierne alrededor de ellas, girando a toda velocidad. Un instante después, no hay nada. Solo la creciente oscuridad, los frondosos árboles y una ráfaga de aire frío como el aliento de un muerto.



Caminando por el bosque, un hombre encapuchado y abrigado de pies a cabeza vio algo que no auguraba nada bueno: una fina capa de escarcha cubría toda la tierra bajo sus pies, crujiendo y partiéndose cuando pisaba.
Siguió caminando, sin darle mucha importancia. Entonces se percató de algo; una huella en el camino. El hombre vio que  eran las huellas de dos pies. Eso no tenía lógica, ya que no había huellas que pasaran por esas marcas, sino que las pisadas se detenían y, simplemente desaparecían.  Preocupado, el hombre se acercó a la huella. Vio que eran cuatro pares de marcas, todas parecidas a la que estaba viendo. Pero vio algo más. Algo que lo asustó hasta casi el punto del pánico; había una extraña marca negra alrededor de las huellas. Asustado, el hombre se acercó. Hincó el dedo en la tierra y se lo metió a la boca. Escupió rápidamente. Entonces vio algo que lo hizo palidecer: un pájaro de un árbol cercano estaba quieto. No la típica inmovilidad temblorosa de quien quiere esconderse, sino una inmovilidad total. El pájaro parecía de piedra. Se acercó y tocó al pájaro. Entonces salió corriendo despavorido. El pájaro estaba helado, más frio que el hielo.
Tenía que avisar a Tam.

Los Fantasmas del Invierno habían estado allí la noche pasada.

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