Era una
fresca mañana de otoño; las hojas, amarillas, rojas y naranjas, caían con un
susurro imperceptible, creando a su vez un inigualable espectáculo de colores
en el suelo. La brisa, implacable, meneaba los arboles de un lado a otro,
haciendo así que la lluvia de hojas resultara interminable, así como su
espectáculo y, desde las sombras del ala del techo de una casa, un hombre
observaba todo esto atentamente.
El hombre
tendría unos veinte años. Su pelo era del color de la tierra donde había nacido;
un interminable campo de amarillo, salpicado de manchas castañas. Sus ojos
reflejaban la luz como un espejo y, con el espectáculo de hojas, sus ojos
parecían un caleidoscopio; un espectáculo de luces equiparable a la ‘lluvia de
hojas’ que había afuera. Llevaba ropa humilde, pero bien hecha. De pronto, una
voz hendió el aire:
-Tam, ¡¿dónde
diablos estas?! ¡Hay trabajo que hacer!
El hombre
sonrió y se acercó al hombre que había gritado. Era un hombre de unos cuarenta años, con el pelo canoso y
barba rala.
-Ahí estas,
Tam, maldita sea. Esos barriles de vino no van a sacar patas y meterse
caminando en la despensa así que, ¡andando!
- Ya voy, ya
voy- dijo el tal Tam. Se acercó a la puerta de la posada y agarró uno de los
barriles, lo tumbó y lo hico rodar para llevarlo a la despensa. Cuando llegó a
la escalera, lo levantó, bajó y lo puso
en los soportes. Repitió la operación hasta que no quedó ningún barril fuera de
la despensa. Cuando terminó, fue a la barra y comenzó sus tareas diarias;
limpió la barra, ordenó las botellas de licor, colocó las mesas y las sillas en
orden y lavó los platos y los vasos sucios del día anterior. Cuando terminó, ya
era la hora de la comida, así que puso la carne al fuego, fue al pozo a por
agua y lavó y cortó unas verduras. De pronto, el tintineo de la campanilla de
la puerta alertó de visitantes; tres hombres entraron, se sentaron y pidieron
la comida con un ‘lo de siempre’. Como Tam había previsto esto, fue a la cocina
y volvió con tres platos de estofado apoyados en los brazos. Los sirvió, sirvió
la bebida y los hombres empezaron a discutir algo que ya parecían llevar
discutiendo un buen rato:
-No seas
tonto, Hans, es obvio que no era un demonio
-¡Te digo
que lo era! Ese mago idiota lo invocó, el demonio saltó y le pegó un mordisco
en el cuello al otro
-Piensa,
Hans, que si fuera un demonio, habría empezado a perseguir a ese mago mucho
antes- respondió el otro
- Yo creo
que Mel tiene razón; es obvio que no era un demonio-intervino un tercero- Ya
sabes como de supersticiosa es tu gente
-¡Tú no te
metas, Mat! He dicho que era un demonio y un demonio era. Si no me crees,
pídele el final de la historia a otro- dijo Hans con el rostro enrojecido- ¡Y
no te metas con mi gente!
De pronto la
puerta se abrió. Un cuarto hombre entró a la posada y lanzó un grito de ‘lo que
haya para mí’. Se sentó, con su plato de estofado delante, y dijo:
-A ver, de
que estáis discutiendo tanto
-De que yo
les estoy contando una historia, y estos dos imbéciles se empeñan en
contradecirme-dijo Hans
-Pues entonces
cuéntame esa historia y yo haré de mediador neutral-dijo el recién llegado
-Está
bien-refunfuñó Hans- Bien, esta es una historia que no se sabe si pasó o no,
solo se sabe que lleva pasando de generación en generación entre nuestra gente,
el Pueblo de las Montañas.
Un día, un
joven mago había ido a comprar materiales para su Academia en el mercado de la
ciudad de Mirt, cuando notó que alguien le amenazaba con un cuchillo en la
espalda. Se dio la vuelta muy lentamente, para no asustar al ladrón, cuando le
vio la cara. Estaba pálida, y las venas se le marcaban como líneas púrpura bajo
la piel. Pero lo más inquietante de todo eran sus ojos, tan negros que parecían
tener sólo pupilas. Ya lo sabéis, eso significa que consumía una droga llamada
Mennt, y no solo eso, su cara decía también que llevaba varios días sin
probarla, por lo cual habría sido capaz de rebanarle el cuello a su esposa por
unas monedas. Pues bien, el mago se dio cuenta de esto, y pronunciando tres
antiguas palabras de poder, invocó un demonio que salt…
Todos se
sobresaltaron cuando una súbita carcajada inundó la estancia, hasta el último
rincón de la sala. Tam estaba apoyado en la puerta. Había escuchado la historia
con curiosidad, pero aquella última parte le había parecido de lo más graciosa.
-¿Qué se
supone que es tan gracioso?- preguntó Hans, con una furia contenida en la voz.
-Pareces
tonto, chico. Los demonios no existen- respondió Tam.
Sumamente
furioso, Hans golpeó en la mesa, volcando su jarra de cerveza, apartó su silla,
lanzó unas monedas sobre la barra y se fue. Los otros lo siguieron poco
después, cuando hubieron terminado y pagado sus consumiciones.
Y la cara de Tam delataba su mentira.
*
Esa noche,
todo parecía normal. El posadero se fue a acostar y dejó a Tam a cargo, como
solía hacer. Tam preparó todo para el día siguiente, como solía hacer. Dejó el
cubo del pozo abajo para solo tener que subirlo para sacar agua, como solía
hacer. Rellenó los barriles de cerveza de detrás de la barra, como solía hacer.
Dejó unos vasos sucios en el fregadero, como solía hacer. Cerró las ventanas,
como solía hacer. Pulió un poco la espada que estaba detrás de la barra, como
solía hacer. Apagó la linterna de fuera de la posada, como solía hacer. Regó un
poco el huerto, como solía hacer. Sin embargo, la noche no era como solía ser.
Fuera de la posada, lejos de la mirada de Tam, la oscuridad se cernía alrededor
como neblina, intangible e inquietante.
Más lejos
aún, lejos del alcance de la agradable luz rojiza del pueblo, unas figuras se
mueven en la oscuridad. Unas figuras que emanan oscuridad como el calor
corporal. Son cuatro. Todas llevan armas: largas espadas negras, afiladas como
el demonio e igual de inquietantes; largos arcos de cuerno y unas flechas con
punta de un metal negro y afilado como el de las espadas. Sus ojos, vidriosos y
negros como la pez, miran sin ver. De pronto, todas se detienen al unísono,
como los engranajes de una máquina que se atasca. Se miran a los ojos, o dan la
impresión de hacerlo. Todas las figuras, con un solo movimiento lento y
antinatural, empiezan a girar sobre sí mismas. Un torbellino negro se cierne
alrededor de ellas, girando a toda velocidad. Un instante después, no hay nada.
Solo la creciente oscuridad, los frondosos árboles y una ráfaga de aire frío como el aliento de un muerto.
Caminando
por el bosque, un hombre encapuchado y abrigado de pies a cabeza vio algo que
no auguraba nada bueno: una fina capa de escarcha cubría toda la tierra bajo
sus pies, crujiendo y partiéndose cuando pisaba.
Siguió
caminando, sin darle mucha importancia. Entonces se percató de algo; una huella
en el camino. El hombre vio que eran las
huellas de dos pies. Eso no tenía lógica, ya que no había huellas que pasaran
por esas marcas, sino que las pisadas se detenían y, simplemente
desaparecían. Preocupado, el hombre se
acercó a la huella. Vio que eran cuatro pares de marcas, todas parecidas a la
que estaba viendo. Pero vio algo más. Algo que lo asustó hasta casi el punto
del pánico; había una extraña marca negra alrededor de las huellas. Asustado,
el hombre se acercó. Hincó el dedo en la tierra y se lo metió a la boca.
Escupió rápidamente. Entonces vio algo que lo hizo palidecer: un pájaro de un
árbol cercano estaba quieto. No la típica inmovilidad temblorosa de quien
quiere esconderse, sino una inmovilidad total. El pájaro parecía de piedra. Se
acercó y tocó al pájaro. Entonces salió corriendo despavorido. El pájaro estaba
helado, más frio que el hielo.
Tenía que
avisar a Tam.
Los
Fantasmas del Invierno habían estado allí la noche pasada.
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