martes, 11 de agosto de 2015

El espíritu de perversidad.

"Si examinamos con detención estos y otros actos,
veremos que solo derivan del espíritu de la perversidad.
Las realizamos porque sentimos que no deberíamos hacerlas.
En ningún caso existe una explicación inteligible."
Edgar Allan Poe, El espíritu de perversidad.





La Casa Blanca, EEUU, algún momento del futuro.

El presidente estaba en una junta de gobierno con sus líderes militares. La guerra había empeorado, y estaban en medio de una acalorada discusión.

-¡...there's no other option!¡We have to do it!

Un silencio sepulcral reinó en la sala. El Presidente, con una cara que anunciaba muerte, se levantó. Cuidadosamente, giró la perilla de uno de los cajones, moviendo la cubierta del mismo hacia un lado, revelando un panel digital. El Presidente colocó su mano en el panel, que a su vez escaneó su mano, para deslizarse hacia arriba, dejando al descubierto un mapa digital, que se elevó gracias a un brazo robótico que lo desplegó sobre la mesa.

Era un mapamundi.El Secretario de Estrategia, con una palidez cenicienta en la cara, seleccionó tres lugares en él y retrocedió. Entonces, cada uno de los líderes pronunció una contraseña secreta, cada uno una combinación de letras y números de más de quince dígitos, que tenían que aprenderse de memoria y no tenían permiso para escribir. Jamás.

-It's done.

El silencio se convirtió en una atmósfera de muerte pesada como una barra de plomo.

Algún lugar de Eurasia, algún momento del futuro.

La ciudad celebraba. Si, había guerra, pero era neutral, y recibía refugiados de ambos bandos. Era Año Nuevo, así que la ciudad celebraba y lanzaba fuegos artificiales, anunciando su alegría al mundo.

En un tejado cercano, dos jóvenes descansaban allí. Estaban sentados, conversando, y disfrutando de los fuegos artificiales y de la mutua compañía.

No se dieron cuenta del misil, que como un rayo, cayó confundiéndose con los fuegos artificiales.

Al chocar con la tierra, en medio de la plaza municipal, destrozando algunos bancos, y a las personas que estaban sentados en ellos.

Lo primero que llegó al techo donde estaban los dos jóvenes fue la radiación. Tan rápida como la luz, los átomos destrozados por la detonación inicial de la bomba soltaron sus electrones, lanzándolos en todas direcciones, desbaratando y destrozando otros átomos. Eso causó una reacción en cadena que expandió la radiación a velocidades inimaginables.  La oleada de electrones chocó contra los jóvenes, causando daños en su cuerpo a nivel molecular.

Lo segundo que llegó al techo fue la onda sónica. Un estruendo que parecía capaz de sacudir el mundo hasta sus cimientos, les empujó con una fuerza intensa, dañando algunos de sus huesos y sus tímpanos.

Lo último que llegó fue la explosión en sí. Una ola de fuego, calentada artificialmente por la energía liberada por la destrucción de los átomos (que liberó cantidades enormes de energía calórica), quemó su piel, dejando a la vista músculos y huesos en apenas una décima de segundo.

Y todo ese tiempo, solo pensaban ¿Por qué? ¿Por un trozo de tierra que hubieran podido compartir? ¿Por unas pocas toneladas de minerales y petróleo, completamente innecesario, iban a reducir miles de vidas a cenizas? ¿Por qué a ellos, que nada tenían que ver con ello?
Eso pensaron, en las últimas décimas de segundo de sus vidas.

Y luego, todo fue oscuridad.

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